domingo, 25 de octubre de 2015

San Jorge Patrono de la Caballería. Por el Fundador de la Orden de los Caballeros de Su Santidad el Papa "San Ignacio de Loyola".




(CHRISTIFIDELIS LAICI,58)



Finalizaba el siglo III de la era cristiana. En el Imperio Romano, el cristianismo iba iluminando paulatinamente tres continentes sumidos en la oscuridad del paganismo, con su adoración de ídolos y serpientes, y sus sacrificios humanos. Junto a una ciudad de Libia vivía en un lago un monstruoso dragón que atormentaba los habitantes con su soplo pestilencial que llegaba a matar. Era costumbre pagana (del Viejo y del Nuevo Continente) “aplacar los dioses” entregándoles jóvenes para el sacrificio. Así comenzaron a hacerlo allí. Le tocó el turno a la hija del rey. Al dirigirse al suplicio, se da con un tribuno romano bien armado y montado, que le promete salvarla por Jesucristo: era San Jorge.

Al ver que el dragón se acercaba, enristra la lanza, clava espuelas y lo acomete con un tremendo lanzazo, dejándolo por tierra y sin fuerzas. La doncella, usando de cabresto un cinturón, lleva la bestia, totalmente dominada, a la ciudad, ante la vista de los despavoridos moradores. San Jorge los tranquiliza; les comunica que es Jesucristo quien lo ha enviado a salvarlos y que, si se hacen cristianos, matará al dragón, quedando libres para siempre. Veinte mil nuevos cristianos se bautizan. Desenvainando su espada, San Jorge cumple su promesa y se despide. El rey, infinitamente agradecido, erige una iglesia en honor de la Ssma. Virgen y del santo protector; debajo del altar, brota una fuente que cura a los enfermos… (Jacques de Voragine, “La Légende Dorée”).

Entretanto, arreciaban las persecuciones del sanguinario emperador Diocleciano. Miles de mártires derramaban su sangre por Nuestro Señor, que la convertía en preciosa “simiente de cristianos”. Otros (llamados “lapsos”), renegaban de la Fe para salvar su vida… San Jorge, conmovido, se lanza resueltamente a combatir el paganismo y a obtener la corona del martirio –vocación propia de aquel momento crítico de la Iglesia naciente, a la que se siente llamado. Se presenta ante el presidente Dacio y exclama: “¡Todos los dioses de los gentiles son demonios, pues sólo Dios ha creado los cielos!” -¡Quién eres y cómo te atreves a decir eso de nuestros dioses!, le pregunta, indignado. “¡Soy de noble estirpe de Capadocia –le contesta Jorge; he vencido a Palestina por el favor de Jesucristo, pero he dejado todo para servir más libremente al Dios del cielo!”. El pagano lo hace quemar con antorchas y frotar sus llagas con sal, y aplicarle un garfio para desgarrar sus miembros. Una noche se le aparece el Salvador, envuelto en inmensa luz, confortándolo de tal modo que San Jorge olvida sus dolores. Le aplican nuevos tormentos: una rueda de espadas filosas que se quiebra cuando lo atan a ella, y una caldera de plomo fundido que se transforma en baño reanimador. Un mago le da vino envenenado.

San Jorge lo toma después de persignarse, y nada le pasa! El mago, a sus pies, pide ser admitido entre los cristianos. Muere decapitado testimoniando la Fe. Muy preocupado, intenta Dacio atraerlo con amabilidades, asegurándole el favor de los dioses y del Imperio si abandona sus “supersticiones” y sacrifica a los dioses. “¡Cómo no me has tratado así desde el principio, en lugar de atormentarme de tal manera!”, le dice Jorge, sonriendo; y le da a entender que accederá a su pedido. Interiormente, pide a Dios que le haga dar un golpe contundente a sus enemigos. Muchos paganos se congregan en el templo, ávidos de ver al rebelde caballero católico adorar los “dioses”. Pero el edificio se derrumba destruyendo ídolos y sacerdotes. La tierra se abre, tragando hasta sus últimos restos.

El hecho es comentado con admiración nada menos que por San Ambrosio, Padre de la Iglesia. No sabiendo ya qué hacer, se dirige Dacio a su mujer, la Reina de los persas, buscando su apoyo. Pero ella le reprocha su maldad y le anuncia valientemente su voluntad de hacerse cristiana. Es colgada luego del pelo y azotada a morir. Le preocupa una sola cosa: no haber recibido aún el bautismo. San Jorge, bondadoso, la tranquiliza con palabras que evocará San Ambrosio de Milán: “El rocío de su sangre le abrió las puertas del cielo”. Dacio tiembla pero la ceguera puede más; sigue intentando destruir al santo, quien le dice con osadía: “Infeliz, ¿cómo podrán salvarte esos dioses que no han podido salvarse a sí mismos?” Ordena entonces que lo arrastren por la ciudad y le corten la cabeza.

Antes de derramar su sangre por Jesucristo, le pide un último e importante favor, providencial para sus futuros devotos: que todos los que en situación de peligro invocaren su ayuda, puedan ser auxiliados por el santo caballero. Le contesta una voz potente que estremece a Dacio: “¡Así se hará!” Concluido el martirio, sigue una aparente calma. Momentos después, Dacio recibe un contragolpe inesperado: se precipita sobre él y sus guardias fuego del cielo, y caen fulminados: San Jorge inauguraba una larga serie de auxilios providenciales a la causa de Dios, librando a los fieles de sus perseguidores. Al punto que se dirá que fue, en la tierra, al servicio de la Virgen, lo que es San Miguel, príncipe de la milicia celestial, en el paraíso.

Pasan los siglos. En la I cruzada, un joven radiante anuncia a un capellán que San Jorge es el general del ejército católico, que los asistirá en batalla. Era el sitio de Jerusalén. Se aparece con vestimentas blancas y cruz de vivo color rojo, haciendo señas a los cruzados para que lo sigan. La plaza es conquistada (“La Légende Dorée”, cit.). Los caballeros recuperan el Santo Sepulcro y frenan al Islam, salvando al Occidente cristiano; un nuevo capítulo se abre en la historia… Su intrepidez sin igual, su amparo a los perseguidos por su fidelidad al verdadero Dios, la serenidad que transmite en las horas de peligro y su destreza con el caballo y la lanza, hacen de San Jorge un Arquetipo de la Caballería. Su inspirada estrategia le permite usar alternativamente, al servicio de Dios, las armas de guerra y las de la polémica. Glorioso Patrono de la Caballería, y de ciudades y naciones cristianas, es un poderoso protector e intercesor para quienes combaten en todos los tiempos por la causa del bien.

Le pedimos, en su fiesta (23 de abril), que destruya las tramas de los enemigos de la civilización cristiana, que promueven la inmoralidad y la masificación, leyes que legalizan aberraciones morales y destruyen la familia y la vida, que trabajan por someter la humanidad a una tiranía materialista, igualitaria y atea mil veces peor que la de Diocleciano.


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