Una vez más nos convoca la fe que profesamos, para dar gracias al Dios que nos da la vida y el aliento (Hch 17,25), el que nos ha llamado a la existencia para vivir, convivir y compartir solidariamente la Patria de todos, la que guarda en la memoria el valioso acervo bicentenario de nuestro pueblo. Porque en aquel Mayo inolvidable, por el arrojo y contundente vocación de libertad de nuestros héroes nacionales, decidieron darnos, no sin sacrificios, renunciamientos y ofrendas de vidas, la posibilidad de un destino e identidad común. El argentino que cree en la fraternidad y no claudica en construir la unidad, siente que esos momentos fundacionales son un valioso y obligado punto de referencia para imaginar y pensar una Nación donde no haya excluidos, como lo soñaron quienes hoy recordamos con gratitud de familia. Digo familia porque la Nación de hoy es como una herencia grandiosa repartida entre hermanos, pero que no da frutos si no mantenemos la integridad del patrimonio heredado.
Es en la escucha de la Palabra de Dios que siempre encontraremos una fuente inagotable de inspiración. La Palabra iluminó nuestra historia y sostuvo la vocación de hombres y mujeres que nos precedieron en el camino recorrido. En sus sueños y proyectos encontramos a menudo una apertura espontánea a la escucha de la Palabra buena y verdadera, que edifica, convoca a la unidad y da fuerzas en la adversidad. Escuchar y poner por obra la Palabra Sagrada nos hace sabios, porque dejamos entrar a Dios y su providencia en nuestro mundo, en nuestros ideales. Si escuchamos la Palabra y la ponemos en práctica, podemos decir que hemos dado gracias a Dios, celebramos bien el Te Deum, porque “es la Palabra misma la que nos lleva hacia los hermanos; es la Palabra que ilumina, purifica, convierte.”(Verbum Domini, 93)
El primer texto que escuchamos pertenece al libro de la Sabiduría y nos dice que “si te decides a servir a Dios, prepara tu alma para la prueba”. Es sabido que al asumir un compromiso de servicio a los demás, los reveses vienen solos, no hay que buscarlos. Ante ellos, hay quienes se hacen fuertes en su propia experiencia, en su modo de resolver según los recursos humanos. Nuestros mayores nos enseñaron otro camino y es depositar nuestra confianza en Dios, que nos invita a aceptar de buen grado todo lo que suceda, y a ser pacientes en la humillación y a confiar. “Confía en él, y él vendrá en tu ayuda, endereza tus caminos y espera en él.” La confianza no es pasividad, sino la sabia actitud del que busca a Dios como aliado y amigo fiel, quien siempre nos escucha, sobre todo cuando los problemas nos superan y nos pasan por encima. El que confía en Dios, no deja de hacer lo que sabe y le toca, pero deja abierta la puerta si confía en él –dice la Biblia-, y “él vendrá en su ayuda”: solo le pide que enderece sus caminos y ponga su esperanza en él. Dios Padre −que bendijo nuestra Nación desde su origen−, la sigue amando, porque “es eterno su amor”, reza el Salmo.
Al elevar con nuestras voces el Te Deum, rezamos por una comunión que va más allá de simples convenciones de ocasión; debemos apostar por una comunión que no le tenga miedo a la variedad de ideas, porque una convivencia razonable tiene la capacidad de construir la unidad deseada a partir de la saludable diversidad de personas, que lejos de confundirla, más bien la manifiesta. Es cierto que la democracia en la Argentina ha transitado una dolorosa experiencia de enfrentamientos, pero no faltaron también tiempos en que hubo acuerdos fundamentales, como lo fueron la Constitución Nacional y las provinciales, y otros tantos momentos felices y beneficiosos para nuestro pueblo. Si queremos, sabemos cómo encontrarnos; en nuestra historia hay virtuosos ejemplos de convivencia, tolerancia y diálogo fecundo: gracias a ellos se superaron desencuentros. Después de 200 años no perdemos la esperanza de hacer juntos el camino.
La proclamación del Evangelio de Jesús nos recuerda un principio vital para la construcción de la ciudadanía: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Lo dice en el contexto en el que sus discípulos buscaban una grandeza según categorías humanas, movidos por la ambición de privilegios, autoridad y poder. Pero el que vino a servir y no a ser servido, les propone un camino real y verdadero, el que nos lleva a considerar a los otros como superiores a nosotros mismos. A la luz de esta enseñanza, en todos los órdenes de la vida, la grandeza de una persona se mide por su espíritu de servicio, que es fuente renovable de felicidad y alegría. La manifiesta preferencia de Jesús por los niños nos invita a pensar que desde su concepción hasta su madurez, la opción será servirlos y cuidarlos con pasión.
Este es un Te Deum singular, pues no podemos silenciar el hecho de que dos compatriotas hayan sido elegidos por Dios para alegría de nuestra gente. Me refiero primero a que el Pbro. José Gabriel del Rosario Brochero (1840-1914), o mejor, el Señor Cura Brochero, como lo llamaban sus paisanos cordobeses de traslasierra, será beatificado en septiembre próximo. Así tendremos en el cielo y en los altares a uno de los nuestros muy cercano, quien, desde el Evangelio y con profundo amor a su gente, supo unir a su misión pastoral el servicio de promoción humana de una amplia zona, muy postergada en su tiempo. Su vida y su obra es una clara lección: nosotros no somos más que servidores. Además, cómo no mencionar la elección del Papa Francisco, el que fuera nuestro querido Cardenal Bergoglio, ahora como pastor supremo de la Iglesia que peregrina entre los hombres. Hagámonos eco de sus palabras al comienzo de su ministerio como Pontífice: “Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.”
Los argentinos tenemos sobrados motivos para confirmar nuestra esperanza, la que nos hace mirar el futuro con serenidad, pues las promesas del Señor de permanecer con nosotros hasta el fin, alimentan la alegría del camino y son luz anticipada en la aurora de un nuevo tiempo para la Patria.
Mons. Mario Aurelio Poli,
No hay comentarios:
Publicar un comentario