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Cerremos por esta vez la crónica de Esquivel y Navia y dejemos que sea el lienzo que cuelga a la entrada de la Iglesia el que nos cuenta algo más sobre este episodio. Beatriz Clara Coya y Martín Garcia de Loyola son las personas que están en primer plano a la izquierda. A la derecha está la hija de ambos, Ana Maria, junto a su esposo, Juan de Borja. En medio de las dos parejas, finalmente, están retratados San Ignacio de Loyola, tío de Martín Garcia, y San Francisco de Borja, abuelo de Juan de Borja. Un colorido grupo completa la composición en segundo plano, a la izquierda. Se trata nada menos que de Sauri Túpac, Túpac Amaru y Cusi Huarcay, hijos los tres de Manco Inca, el rebelde que se refugió en Vilcabamba para luchar contra los españoles.
Beatriz, como reza el medallón que está en el lienzo, era hija de Sauri Túpac y Cusi Huarcay y por lo tanto princesa incaica. Es por eso que el cuadro aparece elegantemente ataviada con un traje blanco sobre el que resalta una franja de coloridos tocapus, esos diseños geométricos que en este caso simbolizan su sangre real. ¿Cuáles fueron las circunstancias de su matrimonio con el sobrino del fundador de la poderosa orden de los jesuitas?, ¿Porqué los jesuitas mandaron a pintar no uno sino varios lienzos que rememoran este enlace entre la realeza incaica y la española?.
Dirijamos la mirada al grupo que esta en segundo plano y recordemos que Túpac Amaru, el último de los hijos de Manco Inca se mantenía en rebeldía contra los españoles, fue capturado en 1572 en Vilcabamba por una expedición organizada por el virrey Francisco de Toledo. Fue justamente el capitán Martín Garcia de Loyola quien se cubrió de gloria y cobró la recompensa por la captura del joven inca. El sobrino de San Ignacio tuvo la soberbia de ingresar al Cusco llevando a su prisionero con una cadena de oro al cuello. Al joven inca, por lo demás, le quedaba poco tiempo de vida pues, tras ser juzgado y convertido al cristianismo, fue decapitado en la plaza principal de Cusco.
El virrey Toledo ordenó poner la cabeza del inca en la picota, pero muy rápido se arrepintió de lo que había hecho, pues los indios comenzaron a decir que la cabeza, en lugar de ser envilecida por los gusanos, estaba día a día embelleciendo. Quizá por eso Toledo se opuso a que Beatriz Clara Coya contrajera matrimonio con un novio de sangre incaica, por temor a que un día los descendientes de Manco Inca se sublevaran contra la corona y restauraran su poderoso imperio. El esposo que le escogió, seguramente influido por sus consejeros de la Compañía de Jesús, fue el capitán Martín García de Loyola. ¿Qué ganaba la orden de los jesuitas con este matrimonio? Pues nada menos que establecer lazos de parentesco, a través del sobrino de San Ignacio, con la realeza incaica.
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Enfoquemos nuestra atención de nuevo en el hermoso lienzo del casamiento y recorramos seguidamente con la mirada, desde donde estamos, todo el interior del templo. Descubriremos que pinturas, altares y arquitectura, todo de excelente factura, son la encarnación de una orden religiosa que quiso jugar un lugar de primerísimo orden en el Nuevo Mundo. No es casual que los jesuitas, cuando empezaron a levantar la actual iglesia luego de que la edificación anterior fuera destruida por el terremoto de 1650, decidieran construir la fachada con vista a la plaza como si se tratase de una iglesia catedral. Este desafío a la tradición y al derecho ocasionó un juicio de muchos años entre los jesuitas y el obispo, episodio del cual también da cuenta el cronista Esquivel y Navia, acotando que "finalmente los padres jesuitas fabricaron su iglesia como está al presente y la acabaron en diecisiete años".
Esa iglesia, construída en un lapso tan corto y en abierto desafío al obispo y al Cabildo de la Catedral, produjo en su tiempo una revolución en el arte arquitectónico cusqueño y se constituyó en una de las expresiones más logradas del barroco en el suelo peruano.
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