El padre Sáenz, es un sacerdote jesuita argentino, Ingresó en la Compañía de Jesús siendo muy joven, a los 17 años, y fue ordenado sacerdote en el año 1962. Es Doctor en Teología, profesor de Dogma y de Patrística. A lo largo de su vida ha desplegado una intensa actividad como conferencista y escritor, así como predicador de retiros y de ejercicios espirituales.
Ha publicado numerosos artículos en revistas, una serie de biografías denominadas “Héroes y santos” y es autor de más de treinta libros.
A continuación, el sacerdote nos explica sobre la importancia de volver al estudio de las humanidades en las universidades.
junto a su sobrino el
"sacerdote" Ramiro Sáenz
I. FE Y MILICIA
Suele afirmarse en
nuestros días que el espíritu evangélico es incompatible con la condición
militar. Esto conduce por lo común a una serie de oposiciones dialécticas
invariablemente falsas. Así el mensaje cristiano queda reducido a una pasiva
aceptación de cualquier cosa, a condición de que se mencione genéricamente la
"fraternidad", el "amor" o algún otro tópico por el estilo,
cuanto más vagamente mejor. A su vez, el estado militar se reduce al ejercicio
ciego de la violencia, descontando que ella será siempre sinónimo de abuso y
atropello
Las consecuencias de este planteo revisten mayor gravedad
que lo que podría parecer. En efecto, no son ya los posibles excesos o vicios
del soldado los que resultan cuestionados, sino la existencia misma de lo
militar en un marco cristiano, la misión y el estilo del hombre de armas.
De allí a la desmovilización ética de los cuadros militares
hay muy poco trecho, pues la disyuntiva planteada conspira contra su misma
naturaleza. O las fuerzas armadas se adecúan a una mentalidad pacifista,
internacionalista... "cristiana", o es preferible que desaparezcan.
En este mundo de imprecisos "derechos humanos" y
de "adultez de la humanidad", que desconoce las nociones de Orden y
Jerarquía; que, de espaldas a la
Realeza de Cristo, ha identificado el progreso con la
apostasía, subordinando la
Justicia a la comodidad y la Verdad a la conveniencia;
que descree del amor a la
Patria, procurando un mundialismo utópico y un paraíso en la
tierra, mientras hipócritamente se perpetran las peores atrocidades en este
mundo, pues, es lógico que la figura del soldado resulte tan insoportable como
extemporánea, y que se pretenda también que resulte anticristiana.
Porque el auténtico soldado sabe que "milicia es la
vida del hombre sobre la tierra", que hay bienes que no son mediatizables
ni negociables, y por los cuales es preciso estar dispuesto a dar la vida; que
los pueblos y las naciones crecen cuando combaten contra la infidelidad a sus
misiones y contra lo que se oponga a su verdadero destino; y que hay una
violencia legítima cuando se ofrece y se derrama la sangre en defensa de Dios y
del Orden por El instaurado.
En el plano religioso, las consecuencias a las que aludíamos
son igualmente serias. Se pretende reducir la doctrina cristiana a una serie de
recetas para asegurar una promiscua convivencia. De este modo, el cristiano
deberá ser ecléctico y anodino, adaptable a todo y con todo reconciliable;
capaz de rápidos cambios de puntos de vista y de múltiples transacciones,
aunque resulten contradictorias. Nada suscitará su rechazo frontal ni moverá su
cólera. La norma será el tipo humano edulcorado y sumiso. El lema, pedir perdón
por un pasado presuntamente intolerante y cerril.
No es extraño entonces, que cuando la Iglesia Católica
acepta a las fuerzas armadas instituídas en los países civilizados del mundo
cristiano y convive con ellas, no falten sectores que generen hacia Ella
actitudes de sospecha o de acusación; como si la Iglesia estuviera
traicionando sus principios. No obstante, son esos mismos sectores los que nada
dicen cuando algún o algunos miembros de la catolicidad, participan —como viene
sucediendo dolorosamente— en las fuerzas bélicas de las organizaciones
terroristas. Y es aquí cuando la falacia del pacifismo se hace más evidente.
II. EL PACIFISMO
El pacifismo es anticristiano; y, de suyo, inconsistente y
mendaz.
Anticristiano, porque no puede recibir otro nombre todo lo
que conlleve renunciar a la justicia y a la verdad en aras de la conveniencia;
todo lo que suponga preferir una existencia pacata y sin sobresaltos a la
necesidad de librar el Buen Combate.
Es cierto que Cristo nos dejó su Paz, pero ella es cosa bien
distinta del pacifismo; por eso agregó que "no es como la del mundo la que
Yo os doy" (Jn. 14,27). Para esa Paz —vertical y difícil— es preciso que
"no se turbe vuestro corazón ni se intimide" (Jn. 14,27); más aún,
habrá que resguardarla muchas veces; por eso, "ahora el que no tenga,
venda su manto y compre una espada" (Lc 22,36).
Es doctrina enseñada por la Iglesia —desde los tiempos
apostólicos hasta nuestros días— que hay una violencia lícita servidora del
Bien Común, una fuerza, que es expresión de Caridad y Templanza, dispuesta a
preservar "la tranquilidad en el orden". En tal sentido, la
posibilidad de la guerra justa no ha sido excluida por el Magisterio; más aún,
se ha hecho expresa referencia a ella. Cuanto más se insista en que la paz es
un don de Dios, más deberá recalcarse que, precisamente por eso, no puede
negociarse ni obtenerse de cualquier modo.
"La verdadera voluntad cristiana de paz es fuerza
—sintetizaba Pío XII—. No debilidad o cansada resignación. La voluntad
cristiana de paz, es fuerte como el acero" (Ecce Ego; I, 11-16). Y,
recientemente, ha sido Juan Pablo II el que recordó que "los pueblos tienen
el derecho y aun el deber de proteger, con medios adecuados, su existencia y su
libertad contra el injusto agresor" (La paz, don de Dios confiado a los
hombres, 12. 1-1-82). No hay paz sin desafío y valentía, sin esfuerzo y ardor.
Paradójicamente, quiera o no entenderse, la verdad es que no
hay paz sin violencia. Violencia interior contra nuestros desórdenes y
pequeñeces; violencia exterior frente a las mil amenazas del mal. Por eso se ha
dicho con acierto que "la paz es algo muy relacionado con la guerra,
porque es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha.
Sin lucha no podré tener paz" (cfr.: Suarez, F.: La paz os dejo, Rialp,
Madrid, 1974, p. 68).
Y el pacifismo es además, como indicábamos, inconsistente y
mendaz.
Inconsistente porque la paz que propicia no es tal. No nace
de la virtud sino del contubernio, no se nutre de la gracia, sino de los
negociados, no asegura el gozo sino que promete un bienestar meramente
material. No es la alegre certeza de haber alcanzado el Bien, sino la saciedad
inconsciente del ganado que recibirá en cualquier momento la guillotinada
fatal. Es la paz de los anestesiados y de los agonizantes, la bonhomía torpe y
suicida, tan fugaz como débil, tan huidiza como insuficiente para colmar los
anhelos del alma.
Y que el pacifismo es mendaz, pocas veces como en nuestra
época ha quedado demostrado. Nunca como hoy se han establecido tantas y tan
variadas organizaciones para la paz mundial. Y nunca como hoy se han visto
crecer los odios y las enemistades mientras tales entidades no hacen sino
azuzarlos y alimentarlos cínicamente. En nombre de la paz y con pretensiones de
servirla se ejerce la peor de las violencias: la violencia de la hipocresía y
la mentira, la fuerza organizada de las fuerzas del mal.
En el caso de algún pacifista sincero, hallamos una presa de
esa "herejía perenne", como tan bien llamó Molnar al Utopismo. Se
predica en favor de una situación que no existe ni puede darse, dada la
condición de naturaleza caída por el pecado original, que ha desordenado las
inclinaciones del hombre, buenas por cierto en su raíz pero actualmente
desequilibradas.
Suprimir la guerra por decreto es ilusorio e imposible.
Hacerlo suprimiendo el ejército es lo mismo que pretender eliminar las
enfermedades cerrando los hospitales, o abolir la muerte demoliendo los
cementerios. Es una actitud, en el mejor de los casos, vanamente soñadora, con
fuertes resabios de aquel "hombre naturalmente bueno" que sólo se da
en la afiebrada imaginación de Rousseau y sus epígonos.
Por esto, el ya citado Pío XII advertía que "una
propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es siempre muy
dudosa", y puede constituir "de propósito un simple medio encaminado
a procurar un efecto táctico de confusión" (Gravi; II, 4, 28). Con
similares palabras se expresa Juan Pablo II en el documento antes aludido (Nº
12).
Nuestro país tiene al respecto una experiencia más que
aleccionadora. Infinidad de voces pacifistas y hasta algún trotamundo Premio
Nobel casero no son más que los agentes de la subversión y el caos, como se ha
demostrado hasta el cansancio. Es que la violencia se ejerce siempre; y no es
su forma menos peligrosa la de aquellos que se autotitulan "no
violentos".
Mientras escribimos estas líneas, nos enteramos por los
periódicos que un comando ecologista denominado "Defensores del medio
ambiente, amantes de la paz", atacó en Francia la central nuclear de
Creys-Malaville, provocando desmanes alarmantes (cfr.: La Nación 20-1-82). No es,
ciertamente, el único ejemplo que podría citarse.
Y precisamente porque está en el hombre la posibilidad de
ejercer la violencia, es razonable que el Cristianismo se haya empeñado siempre
en ordenar y encauzar esa disposición, en encaminarla y dirigirla hacia el
Bien, en darle un curso recto y noble. Pero llegados aquí, ya estamos hablando
de la Caballería.
III. LA
CABALLERÍA
Se ha intentado, como vimos, crear una contradicción
insalvable entre lo militar y lo cristiano. Torciendo la realidad de los
conceptos, se busca introducir un antagonismo esencial entre la Fe y la Milicia, entre la vida
guerrera y la vida religiosa y, específicamente, entre la Iglesia Católica
y el servicio de las armas.
Lo cierto es que ni Cristo ni los apóstoles condenaron la
vida militar. Y si todo el Antiguo Testamento está recorrido por paradigmas
heroicos de recio perfil épico, es el mismo Cristo Nuestro Señor, ya en la
plenitud del Nuevo Testamento, el que anuncia una vez y para siempre, que no ha
venido al mundo a traer la paz, sino la espada (Mt. 10,34). Y es el mismo
Cristo, al que la tradición eclesial supo representar en la figura de un
guerrero, el que a la hora de poner un ejemplo perdurable de Fe, lo encuentra
en un centurión romano. Y no justamente porque éste hubiera abdicado de su
estilo castrense, sino precisamente, porque proyectó en su adhesión a Dios, la
misma disciplina, el mismo sentido jerárquico, la misma actitud obediencial y
reverente que en su conducta de soldado; "Señor, no soy digno de que
entres en mi casa. Por eso, ni me he atrevido ir a Ti. Di una sola palabra y mi
siervo quedará curado. Porque yo, que soy hombre hombre sujeto al mando, tengo
a mis órdenes soldados, y digo a éste: Ve, y va; y a otro: Ven, y viene; y a mi
siervo: haz esto, y lo hace. Al oírlo, Jesús se maravilló de él y volviéndose a
la multitud que le seguía dijo: Os digo que ni en Israel he encontrado fe como
esta" (Lc. 7, 1-10).
Así, a despecho de tanto sentimentalismo pacifista, este
centurión, tal vez el primer caballero cristiano de la historia, se convierte
en ejemplo digno de imitación. Y siguen siendo sus palabras las que decimos
antes de recibir la
Sagrada Forma: "Señor, yo no soy digno de que entres en
mi casa..."
Es igualmente cierto que soldados fueron los miembros de la
guarnición de Cesárea, en la costa del Mediterráneo, que colaboraron con Pedro
cuando éste va a evangelizar más allá de Palestina (Hechos 10, 1-48). Como
soldados son los amigos de Pablo en Filipos, con los que se construye la
primera comunidad cristiana de Europa (Hechos 61, 25-34).
Y serán hombres de armas infinidad de santos, reyes,
mártires y papas que a lo largo de veinte siglos ofrendaron sus vidas para
mejor gloria de Dios. Porque la
Iglesia no es esa "mugrienta pereza disfrazada de
idealismo", ni la milonga y los ósculos vagabundos, ni los cánticos
sensibleros y las palomas de la
ONU. La Iglesia es Lepanto y las Cruzadas, es Covadonga y
Roncesvalles, es el Alcázar de Toledo y la Gesta de los Cristeros. Es la legión de
capellanes repartiendo escapularios a la tropa. Es el Rosario en el campo de
batalla y la empuñadura en Cruz de los sables enhiestos...
"Cruz y Fierro, la tradición cristiana desde su origen
prístino reunía, el ascetismo y la Caballería en equilibrio de sapiencia
humana..."
La
Caballería es en lo social lo que la virtud de la Fortaleza en lo
personal. La agresividad que todos tenemos nos ha sido dada para emplearla en
desarraigar los obstáculos que nos impiden alcanzar el Bien. La fuerza quitada
al caballero no desaparece: la ejercerá el bandido, el usurero, la empresa sin
alma, el estado endiosado, o quien fuere. Porque la fuerza no puede ser
suprimida, sino que debe ser ordenada. El enemigo trata de dejarnos inermes
frente a su agresión; y tendrá entonces, el monopolio de la fuerza desordenada.
El caballero, en cambio, pone su espada al servicio de la Justicia y de las causas
nobles. Si esto no ocurre, o bien se sucumbe frente al enemigo externo o bien
frente al interno, limitándose, en ocasiones, a responder con una fuerza igualmente
ciega y brutal; y entonces quien realmente triunfa es el Gran Enemigo en
nuestro corazón. El uso de la fuerza entraña, pues, una enorme responsabilidad,
una clara conciencia de los fines y una prudente consideración de los medios.
IV. EL ARQUETIPO DEL CABALLERO
Por defender estos principios tan olvidados como necesarios,
este libro que prologamos — con más entusiasmo que méritos para ello— tiene un
valor inestimable. Porque declara y define, pone luz y aire limpio en un
ambiente enrarecido por los errores y las vulgaridades. Es más, insta a superar
toda esa zafiedad circundante con el ejercicio de las virtudes caballerescas; y
quien se acerque a sus páginas no podrá evitar la admiración por aquellos
varones esforzados, por aquellos tiempos en que la hazaña era un hábito
cotidiano.
Es la admiración que mueve a seguir el ejemplo más que a la
nostalgia, el asombro que lleva a la contemplación fecunda, el conocimiento que
sugiere la conquista del bien conocido. De ahí que no sea esta una obra arqueológica,
cuyo objeto se agote en la descripción erudita de una institución del pasado.
Es, sí, una penetrante reflexión histórica. Y subrayamos el término para
denotar precisamente que en su historicidad radica su contemporaneidad.
El autor ha entendido perfectamente que no es la vida del
hombre vulgar con sus valores aquello que rige lo verdaderamente histórico y
educativo, sino el testimonio de aquellos que, trascendiendo las contingencias
del devenir, de la dispersión, de lo aparente, de lo ordinario, han hecho de su
vida y sus acciones un modelo de ininterrumpida vigencia. No es el saber
enciclopédico el que perfecciona las almas, sino el detener la mirada en los
gestos, en los actos, en los símbolos, en los pensamientos que han vencido la
fugacidad diaria, que han conquistado un sitio en el Tiempo y por eso se han
vuelto actuales, es decir, permanentes.
Los ídolos deportivos y artísticos que arrebatan los
sentidos de las multitudes crecen y decrecen como las aguas turbias de un río
estancado. Los Caballeros de la
Cristiandad permanecen fijos, inmóviles, idénticos a sí
mismos, más allá de los cambios, de los gustos y las modas circunstanciales. De
guardia eterna ante las puertas de los templos y los castillos para quien
quiera seguir sus pasos y sus hechos.
Sólo los Arquetipos son cabalmente históricos; porque no es
la existencia trivial lo que define sus conductas, sino precisamente la
superación de lo fugaz y fenoménico, la superación del transitar corriente, en
busca de la inmortalidad en Dios, que es el anhelo terminal de la criatura
humana.
"La
Caballería, se enseña en estas páginas, es más un ideal que
una institución". Y ese ideal sigue siendo, para los hombres y las
naciones, la única salvaguarda de la dignidad y del señorío; sobre todo hoy,
cuando asistimos consternados no ya al deterioro de los supremos móviles, sino
a la ausencia y orfandad de ideales.
El mundo moderno está enfermo de masificación y de
inmanentismo. La Caballería
le ofrece intacto —sin mengua ni desgaste— su espíritu sanante y recuperador.
Frente al homo faber, burgués o proletario, preocupado por
el uso y el provecho de las cosas; frente al hombre divinizado y sin Dios,
rodeado de gente y despersonalizado, lleno de audacias pero cobarde y sin más
deberes que los de deshacerse de ellos; frente a este hombre promedio que sigue
en rebaño la voz de la corriente, la presencia fulgurante del Caballero
Cristiano es el camino indicador del deber ser.
Porque él, como lo ha visto luminosamente García Morente, es
un Paladín. Alguien para quien la grandeza está por encima de la mezquindad, el
arrojo por sobre la timidez, la altivez sobre el servilismo, el honor y el amor
por encima de las conveniencias y las oportunidades (cfr. García Morente: Idea
de la Hispanidad,
Espasa Calpe, Madrid, 1961, pp. 50-97). Es el "home esencial", fiel a
la Verdad
hasta la muerte, respetuoso y temeroso de Dios y, por eso, verdaderamente
sabio. Es el hombre que desprecia los halagos del mundo porque aspira a hacer
de sus actos y de su vida una constante imitación de Cristo. Es el señor de sí
mismo y del prójimo, pronto a defender todo lo que en la tierra no tiene
defensa, y que es lo único que vale la pena custodiar hasta el martirio.
Y si todo biennacido está convocado a abrazar este ideal,
con tanta o más razón aún aquellos que han elegido la carrera de las armas.
Ellos deben saber, sin lugar a equívocos, que "la Caballería es la forma
cristiana de la condición militar; es el sacramento, el bautismo del hombre de
guerra", y que deben consiguientemente desenvainar sin titubeos su espada
cada vez que sea preciso servir a Dios y a la Patria.
La consigna tanto liberal como marxista es inmovilizar a los
cuadros militares en nombre del pacifismo y de otros mitos, para poder
finalmente —como calculaba Lenin— asentar "el puñetazo al
paralítico". "La consigna del caballero se resume en una sola
palabra: batirse". No habrá dialéctica ni sofisma, no habrá estrategia
internacional ni bandas terroristas que puedan vencer a un ejército cuando sus
hombres estén animados de esta pasión heroica y de esta fortaleza cristiana. A
no ser que se piense que la victoria consiste en sobrevivir sin un rasguño o
que el fin de la milicia es custodiar los directorios de las empresas
multinacionales.
Sólo una opción es lícita en esta hora: la molicie
complaciente e indiferente ante el avance del mal, o la resistencia y el ataque
varonil. O la genuflexión ante los poderosos de la tierra o el vivir de pie
para el descanso eterno en la
Casa del Padre. Traición o lealtad. Entrega o Valentía; plebeyismo
o jerarquía y rango.
'Sólo una opción es lícita y es la opción de siempre:
"El que no esté conmigo está contra mí. El que no siembra conmigo,
desparrama" (Lc. 11, 23).
"Caballería no aprecia multitud de número''. Por eso,
no importa que sean pocos o muchos los dispuestos; importa sí que seamos, ya,
decididos e intransigentes en la nobleza y respecto a todo lo noble que debe
restaurarse.
Todo esto y mejores cosas las comprenderá el lector
adentrándose sin más demoras en las páginas de este reconfortante libro; que no
ha sido hecho para ser leído, sino para ser frecuentado, para volver sobre él,
para andar con él. Su autor, un verdadero miles Christi, nos entrega una vez más
el don de la Verdad. Y
si algún sentido tienen estas palabras preliminares es el agradecer e intentar
saldar la deuda de la sabiduría.
Las leyendas son parte de la Caballería, y es un
tema común en todas ellas —basta recorrer las antiguas sagas— que cuando un
reino o heredad está en decadencia por el triunfo de los inferiores y de sus
felonías, la tierra se esteriliza y reseca, los campos devastados no florecen,
el paisaje todo se ensombrece y vacía, hasta que el Héroe Elegido para ocupar
el sitio peligroso —el puesto del comando en la tormenta— regrese a restaurar
el Orden, a hacer justicia y reparar agravios.
La
Argentina, que fue fundada y construida por auténticos
Caballeros Cristianos, es quizás esta tierra devastada y estéril que nos duele.
Más próxima a un mercado haraposo y prosaico que a una Fortaleza irreductible.
Quiera Dios que la lectura y la meditación de estas páginas arrebate a muchos
del tedio y de la medianía y les suscite ese amor combatiente y combativo.
Y que los campos yermos de la Patria reverdezcan
gloriosos al paso alegre e implacable de los Caballeros de Cristo.
San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.
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