lunes, 18 de agosto de 2014

EL ORIGEN DE LA CABALLERÍA. DEL USO BRUTAL DE LA FUERZA AL CABALLERO CATÓLICO. Por por el R.P. Alfredo Sáenz, S.J.



1. DEL USO BRUTAL DE LA FUERZA AL CABALLERO CATÓLICO

No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo a lo largo de la historia, erigidas por un Papa o decretadas por un Rey. Si bien con el tiempo la Caballería se convirtió en un estamento signado por un espíritu profundamente cristiano, nada tiene en sus orígenes que recuerde los comienzos de una orden religiosa.

¿Hasta qué siglo debemos remontarnos para encontrar el inicio de la Caballería? Algunos han creído deber recurrir a la época de los griegos, especialmente de los que vivían en Atenas, entre los cuales existían los llamados "eupátrides", a quienes Solón denominara precisamente "caballeros" . Otros han preferido ubicar su origen remoto en el mundo de Roma, particularmente en los llamados "equites romani". Con todo, sin negar que éstos puedan constituir "antecedentes" de la institución caballeresca, nos parece ir demasiado lejos en la inquisición de los orígenes. Al menos en lo que hace a la concreta aparición de la Caballería en Occidente, resulta mejor remitirse a los siglos que enmarcaron las invasiones de los bárbaros. Occidente —y de manera peculiar la Iglesia— experimentó la necesidad de atemperar los ardores de la sangre germana y de ofrecer un cauce o un ideal a ese ímpetu, no pocas veces tan mal empleado. Tal nos parece el origen remoto de la Caballería: una costumbre germana idealizada por la Iglesia. De ahí que la Caballería no será primariamente una institución sino un ideal, un estilo de vida militante, hasta llegar a constituir con el tiempo la forma cristiana de la condición militar. El "caballero" será simplemente "el soldado cristiano".

Fue el ataque generalizado de los árabes contra el mundo cristiano, el detonante que exigió de Occidente la formación de un ejército constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución se hizo más permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. En la edad feudal la figura del caballero ya había cobrado un especial y firme relieve. El caballero era un soldado o guerrero de distinción; el solo hecho de que pudiera sufragar los gastos de mantenimiento de un buen caballo, con uno o varios sirvientes, los correspondientes bagajes, y algún otro caballo de recambio, era señal de que no se trataba de un rústico cualquiera, sino de alguien que poseía algún patrimonio. Y como el mismo combatir a caballo suponía cierto entrenamiento en el manejo de las armas con la consiguiente instrucción militar, todo esto vino a otorgar a los caballeros cierta preeminencia y distinción en la sociedad medieval. Si se trataba de un caballero que era al tiempo señor feudal, el derecho a la caballería era heredado por el primogénito, con lo suficiente para equiparse debidamente y poder seguir ejerciendo su digna profesión militar.

Como resulta obvio, el ideal de la Caballería no se realizó por un decreto, ni de un momento a otro, sino que fue fruto de pacientes siglos. Porque hay que reconocer que en los turbulentos años que corren entre los siglos VIII al XI —época en que fue cristalizando esta institución— con frecuencia los caballeros no eran precisamente exponentes de virtud. Demasiado a menudo la violencia era simplemente su manera de ganarse la vida, formando un estamento social pendenciero y anárquico. ¿Cómo refrenar tales ímpetus desorbitados y caóticos? ¿Cómo encauzar esas energías tumultuosas dentro de la sociedad cristiana que dolorosamente se iba gestando? Fue especialmente la Iglesia quien realizó tan maravillosa transformación, convirtiendo al irascible aventurero en el soldado cristiano. Fue el cristianismo quien infundió a los guerreros una concepción más humana y más cristiana del uso de la fuerza y del coraje. En una pedagogía de largo aliento la Iglesia presentó a los caballeros el ideal religioso como el más elevado fin de sus empresas, sublimó sus hábitos y costumbres, les mostró cómo el uso de la fuerza no había de ser brutal sino que debía ponerse al servicio de la justicia, de la inocencia, de la debilidad, de la religión, en una palabra, los impregnó del más elevado espiritualismo.

El resultado de tan lúcido esfuerzo resulta de veras admirable. También en este terreno la Iglesia ejerció una eficaz función educadora. Los tiempos eran duros; la guerra, el pan cotidiano. Estaban los sarracenos, los piratas normandos, las luchas de familias: en todas partes se combatía. Ningún camino estaba seguro. El Rey ya no se encontraba en condiciones de defender a nadie, y los Condes se proclamaban Reyes. Era pues natural que cuando en medio de tantas tribulaciones aparecía un soldado valiente y resuelto, que se hacía respetar, los débiles lo rodeasen anhelantes para ampararse en su fuerza. Fue en esa hora difícil cuando la Iglesia emprendió la educación católica del guerrero. Y le propuso un ideal: la Caballería.

Para lograr que este ideal se concretase, la Iglesia no vaciló en recurrir incluso a costumbres paganas capaces de expresar la concepción del combatiente. Entre las tribus germanas se estilaba el rito de "dar las armas", como ellos decían. La escena se desarrollaba generalmente en las penumbras de un bosque. Una vez reunida la tribu, se adelantaba el candidato a las armas, un adolescente. El jefe de la tribu ponía en sus juveniles manos un escudo o una lanza: le daba las armas. Se puede decir que este rito bárbaro tan primitivo fue el elemento material de la nueva creación de la Iglesia, la naturaleza sobre la cual se injertaría la gracia. A ese cuerpo la Iglesia le daría un alma.

La Caballería aparece así como la fusión de las costumbres bárbaras, propias de épocas de hierro, con el espíritu católico. Ya hemos dicho que para que tal síntesis se realizara fue preciso que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo, no sólo en éste sino en todos los planos, la fusión íntima de las dos grandes tradiciones, la del Norte, salvaje, y la del Sur, romano y bautizado. De esta síntesis la Caballería resulta el símbolo más acabado. Partiendo pues del soldado cruel y terrible del siglo IX, capaz de burlarse hasta de su propia madre y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico y cristiano de fines del siglo XI, tal cual se lo describe por ejemplo en la "Chanson de Roland". Cuando el Papa Urbano II lanzó con todo su poder el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba de Cristo caída en manos de los infieles, ya la Caballería era una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados, es asimismo el modelo de toda caballería.

2. LA CRISTIANIZACIÓN DE LA GUERRA

Es evidente que la guerra como tal no puede ser grata a nadie. Más aún, parece que debe resultar terrible para toda persona que no ha perdido e| sentido de las cosas. Por algo decía San Agustín que si alguno puede pensar en la guerra y soportarla sin un gran dolor, "ha perdido el sentido humano" (1). Y en carta a Bonifacio proclamó un principio básico: "La guerra se hace para lograr la paz" (2). Esta carta puede ser considerada como un admirable Tratado sobre la Guerra. Luego de mostrar lo repugnante que resulta la guerra a primera vista, señala cómo en no pocas circunstancias acaba por ser una necesidad. Y sería tan inhumano ser belicista por principio como pacifista a ultranza: "No pienses que nadie puede agradar a Dios si milita con armas de guerra. Militar era el santo David... Soldado era aquel centurión... Soldado era Cornelio, etc.. . . No se busca la paz para promover la guerra, sino que guerra se hace para lograr la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando pelees, para que venciendo a aquellos contra los cuales luchas los lleves a la paz" (3).

La Iglesia no ama la guerra, pero constata su existencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y, por medio de sus doctores, dio de ella una triple explicación. La guerra puede ser ante todo ocasión de un justo castigo: cuando un pueblo deja de ser viril y amar el sacrificio, o cuando en medio de su prosperidad se hace tiránico de los demás, a veces Dios elige otro pueblo y con él golpea a aquella nación corrupta; otras veces, en cambio, los que pierden la guerra son las naciones nobles y mejores: en tales casos, dichas naciones expían por sí mismas o por los otros pueblos, convirtiéndose la guerra en materia de purificación.

Sea lo que fuere, la Iglesia sólo autorizó las guerras justas. "Hay guerra justa —escribe San Agustín—, cuando se propone castigar la violación del derecho, cuando se trata, por ejemplo, de castigar a un pueblo que se rehusa a reparar una acción mala o a restituir un bien injustamente adquirido" (4).

Debe agregarse, con Rábano Mauro, el caso frecuente de una invasión que siempre es legítimo repudiar con la fuerza (5). El más grande enciclopedista de la Edad Media, Vicente de Beauvais, en los mismos años en que toda Francia escuchaba o leía cantares de gesta, durante el reino de San Luis, desarrolló la doctrina agustiniana: "Tres son las condiciones para que una guerra sea justa y lícita: la autoridad del príncipe que ordena la guerra; luego, una causa justa, y, por fin, una intención recta". Y agregaba el compilador del siglo XIII: "Por causa justa hay que entender que no se va contra sus hermanos sino cuando han merecido un castigo por alguna infracción al deber, y la intención recta consiste en hacer la guerra para evitar el mal, para hacer avanzar el bien" (6). No otra cosa enseñaba Santo Tomás (7). En cuanto a las guerras injustas, San Agustín las había ya calificado de manera tajante: "¿Qué otro nombre cumple darle que el de gran latrocinio?" (8).

La Iglesia no amaba la guerra, por cierto. Nadie puede amarla en sí misma. Sin embargo es una necesidad proveniente del pecado original y cuando es justa su ejercicio se hace meritorio y santificante. La idea de la legitimidad de algunas guerras y de la grandeza del soldado cristiano, hizo en el mundo occidental, entre los siglos IV al X, progresos tanto más sensibles, cuanto que se vivió en pleno horror de invasiones, barbarie, luchas mortales entre religiones y razas. No fue extraño que los Padres Apostólicos soñasen con una tierra nueva en la que florecería la paz del Evangelio, aquella paz que Cristo vino a traer al mundo. Pero esas teorías admirables —y un tanto utópicas— debieron inclinarse ante la cruda realidad. Fue San Agustín, ese gran genio que vivió en tiempos espantosos, contemporáneo de los Vándalos, uno de los primeros doctores que disciplinó, por así decir, las teorías cristianas sobre la guerra y el hombre de guerra: "¿Qué hay de condenable en la guerra? ¿Será la muerte de hombres destinados a morir tarde o temprano?
 Tal reproche, en verdad, es para uso de cobardes, y no de hombres verdaderamente religiosos. No, lo que es culpable es el deseo de dañar a otros hombres, el amor cruel de la venganza, el espíritu implacable y enemigo de la paz, e! salvajismo de la rebelión, la pasión del dominio y del imperio. Importa que tales crímenes sean castigados, y tal es precisamente la causa merced a la cual, por orden de Dios o de una autoridad legítima, los buenos se ven obligados a emprender en ocasiones algunas guerras" (9). Y respondiendo en otro lugar a las objeciones que el mundo pagano hacía a la Iglesia escribe:

"Quienes pretenden que la doctrina de Cristo es contraria a la cosa pública, den al Estado un ejército formado por soldados tales como los quiere la doctrina de Cristo. Porque son, en verdad, grandes y gloriosos los guerreros valientísimos y fidelísimos que, a través de mil peligros y con la ayuda de lo alto, triunfan sobre enemigos reputados invencibles y dan paz al Imperio. Cuando esos campeones de una causa justa logran vencer, hay que ver en ello un don de Dios" (10).

Entre los siglos que separan a San Agustín de Santo Tomás la Iglesia siguió manifestando, en los cánones de sus concilios, su horror por la guerra, mientras que en los escritos de sus doctores animó a los soldados verdaderamente cristianos. Nada más lógico ni más equilibrado. La guerra es una desgracia, pero conviene, ya que es inevitable, justificar a los que la hacen honestamente y por el solo triunfo de! bien. Al mismo tiempo fue suavizando las costumbres bárbaras relativas a la guerra, poniéndole obstáculos tales como las llamadas "Paz de Dios" y "Tregua de Dios". Lo cierto es que si la Iglesia no hubiese favorecido y santificado las guerras justas hoy seríamos quizás musulmanes, paganos o bárbaros.

La Iglesia cristianizó la guerra y, consiguientemente, al soldado. Tal esfuerzo está en el origen de la Caballería y le da todo su sentido. El Rey Sabio la describió con trazos definitivos: "Caballería fue llamada antiguamente la compañía de los nobles hombres, que fueron puestos para defender las tierras. Y por eso duros, y fuertes, y escogidos para sufrir trabajo, y males, trabajando, y luchando por el pro de todos comunalmente. Y por ende tuvo este nombre entre mil, porque antiguamente de mil hombres escogían uno para hacer Caballero. Mas en España llaman Caballería, no por razón que andan cabalgando en caballos; mas porque así como los que andan a caballo, van más honradamente que en otra bestia, así los que son escogidos para Caballeros, son más honrados que todos los otros defensores" (11).


Tal la figura del caballero, el guerrero cristiano, el que trabaja "comunalmente" , el "honrado". La Edad Media lo colocó en el corazón de su orden político y social, en una situación única, ejemplar; y ese ideal de tal modo irradió sobre el ambiente y le impuso su influencia que logró sobrevivir al desplome mismo de la Cristiandad que tanto lo había amado.

3. LOS TRES ESTAMENTOS DE LA CRISTIANDAD

La Edad Media entendió la sociedad como dividida en tres grandes sectores, no por cierto enfrentados entre sí sino armónicamente cohesionados: los que oran, los que trabajan y los que combaten.

Demos de nuevo la palabra al Rey don Alfonso: "Defensores son uno de los tres estados, por que Dios quiso que se mantuviese el mundo. Pues así como los que ruegan a Dios por el pueblo, son dichos oradores; y asimismo los que labran la tierra y hacen en ella aquellas cosas por que los hombres han de vivir y de mantenerse, son dichos labradores; asimismo los que han de defender a todos son dichos defensores. . . Y esto fue, porque en defender se ocultan tres cosas: esfuerzo, honra y poderío. En el título anterior a éste mostramos cuál debe ser el pueblo con relación a la tierra, haciendo linaje que la pueble, y labrándola para tener los frutos de ella, y enseñorearse de las cosas que en ella fueren, y defendiéndola, y guardándola de los enemigos, que es cosa que conviene a todos comunalmente. Pero con todo ello pertenece más a los Caballeros, a quienes los Antiguos dicen Defensores. Lo uno, porque son más honrados. Lo otro, porque señaladamente son establecidos para defender la tierra y acrecentarla" (12).

Oficio es pues del Caballero la defensa de los dos estamentos débiles, el del Orador y el del Labrador, oficio irreemplazable en una sociedad bien constituida. Cada sector debe cumplir su papel específico. "Los estados son de tantas maneras —escribe el príncipe don Juan Manuel, sobrino del Rey don Alfonso — , que lo que pertenece a un estado es muy dañoso al otro. Y entendedlo bien, que si el caballero quisiera tomar estado de labrador o de menestral, mucho impide al estado de caballería, y lo mismo si estos dichos toman estado de caballería" (13).

Cerremos este apartado transcribiendo la pintoresca descripción que nos ofrece Raimundo Lulio del principio y significado de la Caballería:

"Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el pueblo de Dios, que fue criado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirviesen y temiesen a Dios.

"Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse apocado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrada la justicia; por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres, y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor trato y crianza entre todos los demás.

"Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo y que conviene más al servicio del hombre. Y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por que aquel hombre se llama caballero.


"Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, se convino que entre todas las armas se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y éstas son las que se apropiaron al caballero. Al que quiere entrar en la Orden de Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería...

"Amor y temor convienen entre sí contra el desamor y menosprecio; por esto convino que el caballero, por su nobleza de ánimo y buenas costumbres y por la honra tan alta y grande que se le hizo escogiéndolo entre todos y dándole caballo y armas, fuese amado y temido de las gentes; para que por el amor redujese al prístino estado la caridad y buen trato, y por el temor, la verdad y justicia" (14).

Pensamos que lo dicho es suficiente para entender el origen de la Caballería y su oficio en el seno de la Cristiandad. En una palabra, la Caballería es la consagración de la condición militar o, al decir de Gautier, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada (15).



Notas
(1) De Civitate Dei, I. XIX, cap. Vil.
(2) A Bonifacio, Ep. 189, 6.
(3) Ibid.
(4) Quacstiones Heptateuchum VI: PL 34, 781.
(5) Cf. De Universo: PL 111, 533.
(6) Speculum morale, I. III, pars V, dist. 124.
(7) Cf. Suma Teológica ll-ll, 40, I, c.
(8) De Civitate Dei, I. IV, cap. VI.
(9) Contra Faustum: PL 42, 447.
(10) De Civitate De¡: PL 41, 440-441.
(11) ALFONSO X EL SABÍO, Las Siete Partidas, 2s Partida, título XXI, ley 1.
(12) Ibid., título XXI, prólogo. Los subrayados son nuestros.
(13) DON JUAN MANUEL, Libro del caballero et del escudero, cap. XXXVIII, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1905, p. 245. En adelante, citaremos siempre según esta edición.
(14) RAIMUNDO LULIO, Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón Llull, B.A.C., Madrid, 1948, I, 1-5, pp. 109-110. En adelante, citaremos siempre según esta edición.
(15) Cf. LEÓN GAUTIER, La Chevalerie, París, 1895, pp. 21-22. En adelante, siempre que citemos esta obra, nos referiremos a la edición de 1895.


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