El General de la Compañíaia
Dr D Carlos Gustavo Lavado Ruíz Roqué Lascano Ph.D
y el Padre Don Ignacio Pérez del Viso S.J.
San Ignacio de Loyola (1491 – 1556) fundó la Compañía de Jesús y la dirigió durante más de quince años. Al empezar eran diez compañeros. Al morir él eran mil jesuitas en los cinco continentes. Su sistema de gobierno ha sido estudiado desde el punto de vista religioso: como dirigir una congregación o una diócesis. Pero su sistema es válido, también, para el gobierno de cualquier sociedad, sea un país, sea una empresa, y esto es lo que propongo desarrollar.
Dice Casanovas, en su biografía del santo, que los dieciocho años anteriores a la institución canónica “los emplea él en formar a los hombres antes la institución, en forjar jesuitas antes que el organismo externo de la Compañía”. Eso es lo primero que aprendemos de Ignacio el mayor capital de una empresa son las personas.
Adopción de decisiones
Cuando los primeros diez compañeros deliberan sobre la conveniencia o no de organizarse como orden religiosa, adoptan la siguiente metodología:
1) Cada uno procurará encontrar la paz interior. No es conveniente tomar decisiones en estado de postración, por la fatiga, o bajo el impacto de un hecho adverso.
2) Ninguno hablará con los otros sobre el punto de deliberación, “a fin de que ninguno fuese arrastrado por la persuasión de otro”. La confrontación de opiniones vendrá después. Ocurre que en todo directorio hay sujetos dominantes que anulan el aporte de los demás.
3) Cada cual se imaginará ser ajeno al grupo, para no quedar condicionado efectivamente en un sentido o en otro. Como si estuvieran analizando el problema de una empresa ajena, no de la propia.
4) Fijan un día para examinar todas las razones en contra de la constitución de una orden religiosa y otro día para analizar las razones a favor.
Hay directivos que adoptan decisiones sin conocer todas las objeciones en contra, porque no les agrada oírlas o porque sus subordinados no se atreven a expresarlas.
Ley vivida y ley escrita.
Una vez fundada la Compañía y aprobada esta por el papa, se planteó el problema de si el fundador debía o no escribir una regla. Ignacio se resistía a hacerlo, pensando que el ideal, que animaba interiormente a cada jesuita, sería suficiente. Era la ley viva, escrita en el corazón de cada uno.
Al final aceptó que una ley escrita podía ayudar a vivir la ley interior. Nosotros con facilidad invertimos el orden: promulgamos infinidad de leyes y nos dedicamos después a lidiar con los infractores. Pero una empresa saldrá adelante cuando haya, en sus empleados, un cierto afecto por ella, el orgullo de pertenecer a la misma, el gusto de participar en un servicio a la comunidad.
De allí también el principio de economía en las reglamentaciones. En las reglamentaciones. Cuanto más abundantes son, menos margen dejan a la iniciativa personal y robotizan más a las personas. Todos deben sentir que la reglamentación está hecha para el hombre y no el hombre para la reglamentación. La formación del empleado ha de orientarse a capacitarlo para introducir una excepción a la norma, cuando la urgencia lo requiere y no es posible el recurso de una autoridad superior.
Delegar autoridad
Dice San Ignacio que el superior general, para gobernar bien, debe tener buenos auxiliares que se ocupen de los negocios particulares y a quienes pueda dar mucha autoridad. “Regla sapientísima –comenta Casanovas- que hace que el gobierno no sea una máquina, sino una organización viva de personas. En este sistema, el superior más alto es el que menos aparece y, por lo mismo, ha de ser humilde y ha de ir comunicando su autoridad con amor y confianza, sin temor de que esto le quite prestigio ni perjudique a los negocios particulares, los cuales piden siempre conocimiento de muchas menudencias, que no llegan a las altas esferas”.
El padre Gonzáles de Cámara, que fue secretario de San Ignacio, cuenta que, cuando el fundador mandaba a alguno a tratar negocios de mucha importancia, después de darle las instrucciones necesarias añadía: “Pero yo quiero que vos allá uséis de los medios que sean más convenientes y os dejo en toda libertad para que hagáis lo que mejor os pareciere”.
Cuando regresaba el enviado, Ignacio le preguntaba: “¿Venís contento de vos?”, presuponiendo que éste había tratado el asunto con entera libertad y que todo cuanto había hecho venía de él. Esa libertad para actuar, dejada a los subordinados, hacia que se sintieran responsables y aguzaran el ingenio para solucionar los problemas.
Motor universal
Es una carta al provincial de Portugal, Diego Miró, le dice San Ignacio que no es oficio del provincial “tener cuenta tan particular con los negocios.
Aun cuando tuviese para ellos toda la habilidad posible, es mejor poner a otros en ellos”.
El provincial Miró tenía un ansia excesiva por controlar y dirigir todo. Hasta presidía los actos académicos de la Universidad, con el consiguiente descrédito, ya que no podía estar al tanto de todos los teman.
Por ello, le escribe Ignacio “Para la ejecución no os impliquéis, antes, como motor universal, rodead y moved a los motores particulares, y así haréis más cosas y mejor hechas, y más propias de vuestro oficio”.
El término “motor” no tenía el sentido mecánico que le damos actualmente.
El superior no es una máquina, sino una fuente de iniciativas. En este sentido se decía que Dios es el primer motor, el origen de la energía y de la vida. Imitando a Dios, cada gobernante debería comunicar a los gobernantes la iniciativa creadora.
Una empresa no puede conformarse con ser un mecanismo bien aceitado. Debe haber un orden, pero las personas no son engranajes. Una de las razones por las que San Ignacio dejaba tanta libertad a sus colaboradores era, según Gonzáles de Cámara, “porque los hombres hacen naturalmente con mayor gusto aquellas cosas que tienen por más propiamente suyas”.
Ese es el camino para “personalizar” una empresa.
Poder y saber
Otra razón indicaba por el padre González de Cámara para la delegación de autoridad es la siguiente: “Para todo buen gobierno es menester que haya poder y saber; de otra manera, quedan estas dos partes del todo separadas. Porque al superior universal, que tiene el poder, no le es posible tener el saber particular y práctico que es necesario. Y el superior inmediato, que sabe y palpa las cosas con la mano, no tiene poder para ejecutarlas por sí”.
El de arriba tiene la autoridad, el de abajo la experiencia. Si el de arriba se entromete en el área del interior, estará resolviendo cosas sin el apoyo de la experiencia. Y el de abajo, que tiene la experiencia, no la puede aprovechar cuando le sustraen todo poder de decisión.
La libertad dejada a los cuadros superiores no le impedía a San Ignacio, en algún caso, poner una limitación necesaria, sobre todo para salvaguardar la libertad de los cuadros medios. Porque si el provincial o superior de una región se entromete en el oficio del superior de una casa, éste, “por la misma razón”., se entrometerá en los oficios de cada encargado.
Selección de personal
Para poder delegar mucha autoridad, San Ignacio pone gran cuidado en la selección del personal. Teme la mediocridad y la “turba”, que después resultan un peso muerto. Pero no por una concepción elitista, como si despreciara a la muchedumbre. Todo lo contrario, él se ocupa personalmente de dar de comer a los pobres, lavar a los enfermos, catequizar a la gente simple, atender a las prostitutas. Pero para la responsabilidad de conducción, busca a los de “gran ánimo y liberalidad”.
Ignacio imagina a su Compañía como una asociación en la que cada uno tiene algo importante que hacer. Importante porque lo hace él, empleando a fondo su creatividad.
Es decir, iniciativa y participación. Trabajar en la enfermería podía parecer poco brillante, pero Ignacio quiere que le informen dos veces al día del estado de los enfermos en casa. Porque en una sociedad de amigos, como él concibe a la Compañía, la salud es una preocupación casi familiar.
En una empresa moderna, la salud del personal es garantía de eficiencia. Pero Ignacio nos diría que la salud de cada empleado importa por si misma antes que por el rendimiento. Por eso, el modo de aplicar la legislación sobre accidentes de trabajo nos da una pauta sobre el valor otorgado a las personas, más allá de su eficiencia.
Formación de la personalidad
Además de la selección, estaba la formación. Los estudios fueron organizados con seriedad, pero un empeño mayor se puso en la formación espiritual y humana. Se tendía a desarrollar la capacidad de decidir por sí mismo, de modo que se pudiese delegar en cada uno la responsabilidad correspondiente.
La obediencia para Ignacio, no es un sistema de anulación de la personalidad, como a veces se lo ha caricaturizado. Cuando uno ve que la orden dada por el superior tendrá resultados negativos, no puede lavarse las manos, pensando que cumple órdenes. Aquí no hay obediencias debidas que eximan de responsabilidad.
El subalterno está obligado a representar al superior los inconvenientes que se seguirán de la orden dada, si revisten cierta gravedad. Agotado ese recurso, el súbdito puede, y a veces debe, acudir a un superior mayor, sin que nadie se sienta ofendido. Porque el ideal de la obediencia es que todos ayuden y se dejen ayudar por los demás.
Superar el autoritarismo
Con frecuencia se ha presentado el sistema jesuítico de gobierno como autoritario, basado en un esquema militar, que sacrifica a las personas, como en una batalla, para alcanzar los objetivos Ignacio, militar antes de su conversión, habría organizado una estrategia innovadora.
En realidad, ni la Compañía es un ejército, donde haya que salvar la disciplina, ni la obediencia ignaciana se basa en el autoritarismo. Lo único que se desea salvar son las personas, la libertad de pensar y de actuar de cada uno, respondiendo a su propia vocación. Basta recorrer la lista de santos de la Compañía de Jesús para convencerse de que cada uno de ellos, en sintonía con el carisma ignaciano, plasmó un tipo diferente de santidad.
No existe un molde para ser jesuita, a no ser que se entienda por molde la organización. No digo excentricidad, sino originalidad. El excéntrico hace rarezas para llamar la atención. El origen sabe que tiene una misión en la vida y desea realizarla, no imitando a otros, sino respondiendo a la propia vocación.
Al autoritarismo no se lo vence persiguiendo a los autoritarios y enviándolos a la cárcel. De esa forma, se les dará la razón. En realidad, el autoritarismo llena un vacío de poder, y es ese vacío el que merece nuestra atención. Por ello, el desarrollo de la personalidad, la aceptación de la originalidad de cada colaboración es el mejor remedio para superar el autoritarismo.
Corregir explicando
Uno de los problemas más delicados se plantea cuando hay que corregir a
un subordinado. Ignacio, al hacerlo, evitaba toda palabra que pudiera agravar,
herir, desanimar.
Dice Casanovas: “Cuando convenía corregir una falta, nunca usaba de
palabras generales, como sería decir a alguno: sois un desobediente o perezoso
o soberbio, sino que sólo reprendía aquel hecho particular”.
Ignacio nunca se apoyaba en la autoridad cruda y escueta: porque yo lo mando. Cuando debía negar algo que le pedían agregarla, si era posible, las razones que tenía para no concederlo, dejando al súbdito convencido y consolado. Y cuando podía convencer lo que le pedía, explicaba las objeciones que había y cómo le hacían más fuerza las razones en pro. Es decir, evitaba hasta la impresión de arbitrariedad.
Pasada la corrección, Ignacio trataba a las personas como si nunca hubiesen faltado. Cuenta el padre Ribadeneira que todos podían estar bien seguros que ni el obras, ni en palabras, ni en trato, ni en su corazón quedaba rastro ni memoria de aquellas faltas, como si nunca las hubiesen cometido. Como vemos, no encasillaba a las personas por sus errores y faltas sino, en todo caso, por sus cualidades y virtuales.
Del consejo a la ejecución
“El gobierno entendía él que ha de ser muy expedito en la ejecución. De ahí que rodease a todos los superiores de la Compañía de consultores y admonitores, con quienes hayan de aconsejarse antes de tomar una determinación, pero sin ligarlos a seguir la opinión que manifiesten” (Casanovas)
Ignacio no excluía los cuerpos colegiados, pero no le agradaba que la responsabilidad se distribuyera en una anónima mayoría. Cada uno debía saber dar razón de su voto y estar dispuesto a modificarlo, cuando descubriera algo mejor.
El gobernante o el directivo han sido elegidos porque poseen un cierto carisma político, un olfato para los negocios. Y San Ignacio no quiere que ese carisma, ese olfato, queden anulados por los estudios técnicos y los mil consejos de los asesores. Muy ilustrado en el consejo, pero muy expeditivo en la ejecución. Escuchar a todos, pero decidir él, sin disculparse después por haber sido mal asesorado.
Ganar la confianza
Por años antes que Ignacio, Maquiavelo explicó que el Príncipe, para poder gobernar, ha de aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y más que nada piedad. No debe apartarse del bien mientras pueda, pero debe “saber entrar en el mal, de necesitarlo”. Porque si se ata las manos con escrúpulos, será vencido por los malos, así todo terminará peor.
Es una lección de “realismo” político, aprendida por demasiados gobernantes y directivos. De nada sirve que los santos prediquen honestidad, si en la vida real sólo es posible salir adelante utilizando artimañas no muy católicas. En ese callejón sin salida, Ignacio no aparece como un predicador “celestial”, sino como un realizador.
Nuestro Santo muestra la posibilidad real de un sistema alternativo de gobierno basado no en la duplicidad del “aparentar”, sino en la transparencia del “ser”. La primera provoca una credulidad masificada, que concluye en riesgosa frustración. La segunda es generadora de confianza y amistad social.
En las reducciones de los guaraníes, encontramos una aplicación de ese sistema de gobierno, basado en la confianza. Ignacio mismo quizá no imaginó esa aplicación que realizarían sus hijos. Los misioneros lograron ganarse la confianza de los indios y éstos la de los misioneros.
Hoy se discute sobre la gobernabilidad del país de los argentinos. Con el sistema “criollo”, que hemos perfeccionado, esta sociedad no parece viable. El trabajo productivo es reemplazado por un buen “curro”, el dinero fácil ha creado una mentalidad especuladora, los “ñoquis” cambian de oficina, pero no de hábito.
Hay una tremenda crisis de confianza, no sólo respecto del gobierno, sino de todo el sistema y, por momentos, del país mismo. No obstante ello, son muchos los que desean respirar aire fresco. En esto pueden ser ayudados por el ejemplo de Ignacio de Loyola, quien enfrentó a la primera generación de discípulos de Maquiavelo con un sistema alternativo de gobierno, basado en la confianza, la amistad social, la participación y la iniciativa personal.
San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.
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