viernes, 17 de marzo de 2023

La Revolución Francesa es uno de esos pocos eventos de la historia de la humanidad, cuyas consecuencias sísmicas continuan reverberando a traves de los siglos y más allá de las fronteras de Francia

La Revolución Francesa es uno de esos pocos eventos de la historia de la humanidad, cuyas consecuencias sísmicas continuan reverberando a traves de los siglos y más allá de las fronteras de Francia. 

La tempestad que se desató después que el pueblo de París finalmente se rebeló y se tomó el odiado símbolo de La Bastilla el 14 de julio de 1789, no solo marca el final de una débil monarquia y del llamado "antiguo régimen". 

No fue simplemente el caso de una turba empobrecida que se alzó contra sus despotas gobernantes en un desesperado intento de revancha y de reivindicaciones. Fue todo eso y mucho más. Ya el escritor inglés Charles Dickens, en 1859, intentó definir lo que fue la Revolución Francesa: una época contradictoria, caótica, que dio para todo. "Fue una era de sabiduría, una era de torpeza, fue una época de fe, una época de incredulidad, fue la estación de las Luces, pero también la estación de la Oscuridad...".

La Revolución Francesa fue eso y mucho más. Los hechos que estremecieron a Francia entre 1789 y 1799 son los más complejos y contradictorios de la historia de Europa. En Francia misma, la Revolución trajo consigo profundos cambios económicos, políticos sociales y culturales. 

El nacimiento del "nuevo orden" fue un proceso sangriento que conmovió al mundo. Cientos de miles de inocentes murieron. Las viejas cabezas coronadas de Europa temblaron al observar con horror e impotencia la forma como la guillotina cortaba las cabezas de sus pares.

Pero ya desde aquellos días en que el Régimen del Terror mostraba sus dientes, no por ello se aplastó la esperanza. 

Porque la Revolución Francesa fue también un tiempo de ideales y de sueños. 

El pueblo, que había tomado en sus manos su propio destino, estaba resuelto a reformar las cosas para labrarse un futuro mejor. Las instituciones políticas, educativas, judiciales, culturales y militares fueron renovadas. Y sus semillas se dispersaron por todo el mundo.

Todo esto se conmemora el 14 de julio, cuando la Revolución Francesa cumple dos siglos, bajo el lema oficial de la Reconciliación. 

Es este el sello que ha querido imprimirle el gobierno de Francois Mitterrand a ese aniversario que se considera el mayor cataclismo moderno, pues si surgió inspirado por los ideales de la Ilustración que prometían libertad, igualdad y fraternidad, derivó en un baño de sangre que terminó en una violenta dictadura. 

Desde entonces hasta hoy ha pasado mucha agua por debajo de los puentes de Francia. Ahora, bajo un regimen socialista moderado que ha suavizado la diálectica izquierda-derecha, la pregunta es si los franceses no revivirán viejas heridas no sanadas aún.

LA POLEMICA

Las imágenes tradicionales de la Revolución estan fijadas en la conciencia colectiva y no son precisamente las más bellas: turbas enardecidas que cantan "La sangre de los impios mojará nuestros campos!", cabezas clavadas en palos, Marat asesinado en la tina, los reyes guillotinados... 

De ahí que no pocos afirmen que más que para celebrar, el 14 de julio es una fecha para lamentar. Sin embargo, la estrategia oficial ha sido la de enfocar el aniversario hacia lo que se considera la mayor conquista democrática de todos los tiempos: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano con sus postulados de igualdad, libertad y soberanía popular. 

Todo, con la evidente y tal vez sana intención de echar una cortina de humo sobre las famosas masacres de septiembre de 1792, el Terror de 1793 y el levantamiento de 1793 y 1794, que dejó más de 400 mil muertos.

En Francia, la conmemoración ha estado rodeada y adornada con multiples eventos -exposiciones, convenciones, inauguraciones como la de la opera de La Bastilla que ha ocasionado una agria polémica y que le ha costado 430 millones de dólares al gobierno frances, lo mismo que seminarios, conferencias, paradas militares y fiestas populares. Por estos días, París es realmente una fiesta.

Pero tras la parafernalia y el alborozo, la polémica histórica sigue viva. Los historiadores formados en las ideas marxistas interpretan la Revolución y su lucha de clases como la madre de la revolución bolchevique, y justifican la ejecución de Luis XVI, como la del zar Nicolas II, como la única forma de aplastar la monarquía. 

Y el Terror, como las purgas estalinistas, como una etapa necesaria de transición a la dictadura del proletariado. Por eso muchos consideran que el mensaje de 1789 continua vigente y que Francia es aún un país de lucha de clases en construcción, que debe sacudirse el yugo del capitalismo multinacional.

Otros más sostienen que no se puede recordar la fecha por encima de los revolucionarios y que hay que hacer claridad sobre el verdadero papel que jugaron algunos de ellos: Robespierre, Danton, Marat, Saint-Just... No se puede presentar al público una revolución aséptica, pasteurizada y empacada para ser consumida sin que cause indigestión. Todas las revoluciones cometen excesos y las que no los cometen son susceptibles de sospecha, afirman.

Y hay también quienes intentan recuperar una imagen más compleja de la Revolución: los nobles que trataron de debilitar el poder real dieron apoyo a la rebelión popular; los campesinos, en su mayoría, ya estaban libres de la servidumbre feudal; muchas de las masacres sucedieron después que las fuerzas extranjeras y los contrarrevolucionarios fueran derrotados.

Por otra parte, consideran que la revolución se acabó, y que Francia se ha convertido en una república de centro en la cual ha surgido un consenso nacional en favor de una economía de libre mercado, combinada con un fuerte sistema de seguridad social. Y señalan tres factores decisivos en el cambio: el establecimiento por parte de la Quinta República de un fuerte régimen presidencialista que ha dado estabilidad a la administración; el debilitamiento del Partido Comunista con pobres resultados electorales en las pasadas elecciones municipales (apenas 4% de la votación), y la distensión del conflicto entre la Iglesia Católica y el Estado. Para no mencionar la crisis generalizada de los países de economía planificada como China y la Unión Soviética.

La polémica sigue y seguirá por los siglos de los siglos. Lo único cierto, sin embargo, es que el 14 de julio los franceses conmemoraran los eventos de 1789 que dieron al traste con el "antiguo régimen". Para bien o para mal. Y si la Reconciliación es simplemente un slogan, lo cierto es que los franceses, una vez más han dado muestras evidentes de la pasión que sienten por su propia historia.

Pero más que eso. Resulta interesante también acercarse a la Revolución no sólo como un hecho histórico sin precedentes, sino a través de los ojos de quienes vieron esos 10 años de conmoción política y social. 

Apasionante resulta saber cómo vivían, jugaban, amaban, trabajaban, peleaban y morían los franceses de la época, y entender que no todos los nobles eran especies de vampiros ansiosos de sangre plebeya, ni todos los revolucionarios santos varones motivados solamente por el amor abstracto a la humanidad.

EL PRINCIPIO DEL FIN
Pero, qué es una revolución? A modo de definición podría decirse que es el súbito hundimiento de las instituciones que en pocos años, destruye lo que ha tardado siglos en arraigar. Es la caída, el derrumbamiento rápido de todo lo que ha constituído la esencia social, política y económica de la vida de un país.

Una revolución así es lo que se produce en Francia en el siglo XVIII, cuando la civilización tradicional se hace caduca. El rey, que en los días de Luis XIV podía darse el lujo de decir "El Estado soy yo", ha perdido poder. La nobleza, anteriormente al servicio del Estado federal, se halla sin mayores obligaciones y su papel parece reducido al de ser ornamento de la corte. 

Pero esto sucede, entre otras razones, porque en Europa se ha venido experimentando un cambio profundo debido al enriquecimiento, gracias al comercio interoceánico, de la burguesía, que ahora busca el control del poder, hasta entonces monopolizado por la aristocracia. El régimen feudal se ha debilitado y la burguesía exentos de tributos.

El clero y la nobleza son las clases privilegiadas. Se las llama el Primer Estado y el Segundo Estado, respectivamente. 

El clero lo forman algo así como 130 mil personas y la nobleza unas 140 mil. Sin embargo, aunque son las clases privilegiadas, esto no significa que sean ricas y que no hagan nada. Hay clérigos y nobles pobres. Hay obispos y nobles muy ricos. Hay trabajadores y ociosos en una y otra clase.

El pueblo, el Tercer Estado, es la clase sin privilegios. De los 25 millones de almas que constituyen entonces la población de y parte del campesinado han logrado acceso a la propiedad territorial. Además, con el auge del comercio se está comenzando a dar una verdadera revolución industrial que ha permitido que ahora sean otros, la burguesía, los que acumulen riqueza. Pero también es cierto que el peso de los tributos recae sobre los campesinos y las nuevas clases, mientras el clero y la nobleza disfrutan de enormes privilegios y estan Francia, el Tercer Estado representa algo así como el 96%. 

Y así como hay diferencias de riqueza y de manera de vivir entre las clases privilegiadas, también las hay en el Tercer Estado. Unos 250 mil de este, la alta clase media o burguesía, lo pasan muy bien en comparación con el resto del pueblo. Lo mismo que otro grupo compuesto por artesanos que residen en las ciudades o poblaciones: 2.5 millones más o menos. Los demás, algo así como 22 millones de personas, son campesinos que trabajan la tierra, pagan impuestos a los Estados, diezmos al clero y derechos feudales a la nobleza.

Aunque en teoría los gobiernos intentan ordenar sus gastos de tal manera que estén determinados por los ingresos, esto está muy lejos de suceder en la Francia del siglo XVIII. El Rey anda en medio del fasto y el esplendor de la corte, rodeado de aspirantes a cargos públicos que viven a expensas de la recaudación de impuestos. Se gasta el dinero tonta y extravagantemente, sin método y con corrupción. Basta un sólo ejemplo. 

El "Libro Rojo" contiene la lista de las pensiones concedidas por el gobierno. En ella figura, entre otros, el nombre de un tal Ducrest. Es un barbero. Por qué este hombre tiene derecho a una pensión de 1.700 libras anuales? Pues porque ha sido el peluquero de la hija del conde de Artois. El hecho de que la niña haya muerto a temprana edad, antes que su pelo necesitara las atenciones de la peluquería, no importa. Ducrest cuenta con su pensión.

Este es apenas un botón de muestra para probar lo mal que son administradas las finanzas francesas. La negligencia y el derroche en los gastos significa que hay que obtener mucho dinero mediante la recaudación de impuestos.

Un célebre francés, Alexis de Tocqueville, expone lo que significan los impuestos en la vida diaria del campesino trabajador: "Imaginemos un campesino francés del siglo XVIII... tan apasionadamente enamorado del suelo que gastaría todos sus ahorros para comprarlo... 

Para realizar esta compra primero debe pagar un impuesto... Al fin es su dueño y entierra su corazón con la semilla que siembra... Pero otra vez esos vecinos le llaman de su surco y le obligan a trabajar para ellos sin pagarle. El pretende defender sus primeras cosechas del juego de aquellos, pero nuevamente se lo impiden. Cuando cruza el río, le aguardan para que pague el peaje. 

Del mismo modo en el mercado tiene que comprar el derecho para vender su propia producción. Y cuando, al regreso a su hogar, quiere usar lo que le resta de su trigo para su propia susbsistencia, no puede tocarlo hasta que lo ha llevado al molino para convertirlo en harina, y lo ha cocido en el horno de los mismos hombres. 

Parte del ingreso de su pequeña propiedad es pagado en rentas a estos. Para cualquier cosa que haga el infeliz campesino, los molestos vecinos están siempre en su camino. Y cuando termina con ellos, otros con los hábitos negros de la Iglesia se presentan para llevarse las utilidades de la cosecha. La destrucción de una parte de las instituciones de la Edad Media, hizo cien veces más odiosa la porción que sobrevivió".

Todo esto parece una descripción del sistema feudal del siglo XI. Es que acaso para el siglo XVIII no se han registrado cambios?. Sí. De los 22 millones de campesinos que hay en Francia en 1700 solo un millón son siervos en el viejo sentido de la palabra. 

El resto ha ascendido en la escala, desde la servidumbre hasta la plena libertad. Pero los antiguos derechos y servicios feudales no han desaparecido, a pesar de que su razón de ser ha sido abolida. 

Los nobles, que han recibido servicios feudales y favores a cambio de la protección que daban, ya no forman el ejército del Rey, su función militar ha desaparecido. Tampoco tienen funciones administrativas o políticas, a no ser individualmente en algunos casos. 

Ni cultivan la tierra ni hacen negocios. No tienen función económica. Toman sin dar nada a cambio. Pero muchos demandan y reciben servicios de los campesinos. Se ha estimado que entonces el campesino paga el 80% de sus ingresos en impuestos y que con el restante 20% debe cubrir sus necesidades de vivienda, alimentación y vestido. Razones hay, entonces, para que el Tercer Estado este hasta la coronilla.

Cuando Voltaire, el decidido y viejo filósofo, pensador, historiador, escritor y enemigo de toda imposición política, comienza a lanzar dardos contra el orden establecido, el público frances lo aplaude y sus obras teatrales hacen levantar a los auditorios. 

Cuando Juan Jacobo Rousseau se pone sentimental sobre la felicidad del hombre primitivo, ajeno a la corrupción de la civilización, toda Francia lee "El contrato social" y aquella sociedad en la que el Rey y el Estado son una unidad derrama lágrimas al oír al filósofo clamar por el regreso de los dichosos días en los que la soberanía estaba en manos del pueblo y el Rey era su servidor. 

Y en "El espíritu de las leyes" de Montesquieu el barón compara el excelente sistema político inglés con el atrasado de Francia y defiende la sustitución de la caduca monarquía absoluta por un Estado en el cual los poderes ejecutivo, legislativo y judicial esten en manos distintas y funcionen en forma independiente. 

Cuando el librero Lebreton anuncia que los señores Diderot, D'Alambert, Turgot y otros cien distinguidos escritores van a publicar una Enciclopedia que incluirá "las ideas nuevas y las nuevas orientaciones de la ciencia y el conocimiento", la respuesta que obtiene del público es tan vibrante que la intervención de la policía no puede reprimir el entusiasmo con que la sociedad francesa acoge la más importante contribución a las polémicas de entonces.

EL HUECO
Pero, aparte de las discusiones filosóficas, hay graves problemas económicos. Cuando Francia llega a la cifra de 4 mil millones de francos de deuda con un Tesoro exhausto y sin mas posibilidades de gravar con nuevos impuestos al pueblo, todos, incluído el Rey Luis XVI, que era excelente cerrajero y gran cazador, pero estadista incapaz, caen en la cuenta de que hay que hacer algo. 

El Rey llama entonces a Turgot, Jacobo Turgot, barón de L'Aulne, para hacerlo su ministro de Hacienda en 1776. Con 60 años cumplidos, representa a la clase de los señores feudales en vía de extinción. Ha desempeñado con acierto el cargo de gobernador de provincia y se ha revelado como hábil economista. 

Como es imposible seguir exprimiendo con tributos a las masas campesinas, piensa que la solución es gravar a los privilegiados, lo cual lo convierte en la figura más odiada de los cortesanos de Versalles. Su principal enemiga es la misma Reina, María Antonieta, que se opone a todo aquel que ose pronunciar en su presencia la palabra economía.

Turgot pretende imponer algunas reformas, pero los privilegiados se levantan contra su iniciativa en el Parlamento de París (alto tribunal de justicia y no órgano legislativo), el cual expone su posición en forma clara: "La primera regla de la justicia es conservarle a cada uno lo que le pertenece; esa regla consiste no solamente en preservar los derechos de propiedad, sino todavía más, en preservar todo lo que pertenece a la persona, derivado de la prerrogativa del nacimiento y la posición... 

De esta regla de derecho y equidad viene que todo sistema que bajo apariencias humanitarias y de beneficencia tienda a establecer la igualdad de derechos y a destruír las distinciones necesarias, pronto desembocarfa en el desorden (inevitable resultado de la igualdad) y traería el derrumbe de la sociedad civil. 

La monarquía francesa, por su constitución, está compuesta por varios estados. El servicio personal del clero es llenar todas las funciones relativas a la instrucción y al culto. Los nobles consagran su sangre a la defensa del Estado, y asisten al soberano con sus consejos. La clase más baja de la nación, que no puede prestar al Rey servicios tan distinguidos, cumple sus deberes con el mediante sus tributos, su industria y su labor corporal. Abolir estas distinciones es derrocar toda la Constitución francesa".

La posición de Turgot se hace insostenible y tiene que dimitir. Lo sucede un hombre de sentido práctico, el suizo Necker, que se ha enriquecido con la especulación con cereales y es socio de un banco internacional. 

La ambición de su esposa lo ha empujado a buscar posiciones en el gobierno pues ella quiere colocar bien a su hija cosa que logra, pues la casa con el ministro de Suecia en París, barón de Stael. Madame Stael ganará luego renombre como una de las figuras más ilustres de las tertulias literarias de comienzo del siglo XIX.

Necker emprende su tarea dando tan excelentes muestras de celo como Turgot. En 1781 publica un detenido estado de cuentas de la Hacienda francesa, pero el Rey no entiende una sílaba. Acaba de enviar tropas a América del Norte para apoyar a las colonias contra los ingleses, que son el enemigo común. La expedición resulta más costosa de lo que supone y le pide a Necker que busque el dinero necesario para financiarla. Pero Necker, en lugar de hacerlo, continúa con su cuento de cifras y estadísticas, y utiliza la peligrosa consigna de que hay que hacer economías. Tiene entonces contados los días. Es destituído como funcionario incompetente.

Después viene Carlos Alejandro de Calonne, funcionario que ha hecho carrera a base de ingenio y falta de escrúpulos y honradez. Encuentra a Francia completamente entrampada en deudas pero se ingenia una manera de salir del atolladero: pagar las viejas deudas contrayendo nuevas. 

El procedimiento no es nuevo, pero los resultados son desastrosos. Por este procedimiento, la deuda francesa aumenta en menos de tres años en 800 millones de francos. Calonne lo hace sin preocuparse y, además, firma cuantas solicitudes de dinero hacen el Rey y su joven consorte, que ha adquirido en Viena la costumbre de derrochar el dinero a manos llenas.

LOS ESTADOS GENERALES
En el mismo Parlamento de París y sin ánimo de faltar a la debida lealtad al Rey se acuerda que es imprescindible tomar medidas. Calonne intenta nuevos empréstitos por 80 millones de francos. 

El año ha sido de malas cosechas y en las provincias rurales la miseria se agudiza. Francia se precipita hacia la ruina.. Según la costumbre, el Rey no se hace cargo de la situación. ¿No es bueno, entonces, consultar a la representación del pueblo? Desde 1614 no se han convocado los Estados Generales (los estamentos sociales que tienen representación son el clero, la nobleza y la clase media). 

El pánico económico presiona su convocatoria. Pero Luis XVI, blando como siempre para tomar decisiones, piensa que la medida puede ser excesiva y propone, más bien, una reunión de notables, que equivale a una entrevista con las principales familias, para discutir qué conviene y qué no conviene hacer, sin alterar los privilegios del clero y la nobleza. Los 127 notables reunidos se resisten a abandonar sus privilegios, mientras en las calles el pueblo pide el regreso de Necker. Se producen revueltas, los nobles insisten en conservar sus prebendas, Calonne es depuesto.

El cardenal Loménie de Brienne es nombrado ministro de Hacienda en 1787 y el Rey, atemorizado por las amenazas de la turba, accede a convocar los Estados Generales en cuanto sea posible. Las promesas del Rey no convencen a nadie. Millones de personas viven bajo la presión del hambre.

Es necesario que el Rey dé algún paso en firme para recuperar la voluntad popular. Aquí y allá, en las provincias, se van creando pequeños núcleos republicanos en los cuales hace mella el grito que hace 25 años han lanzado los rebeldes norteamericanos: "No hay impuestos sin representación del gobierno!". La anarquía amenaza a Francia. Para apaciguar los ánimos, el gobierno retira la censura que había impuesto sobre los impresos. 

Un diluvio de tinta cae enseguida sobre Francia: aparecen más de 2 mil folletos y sobre el ministro de Hacienda llueven críticas. Se llama nuevamente a Necker para aplacar los ánimos. 

Las cotizaciones suben en un 30% y la gente se calma un poco. En mayo de 1789 se deben reunir los Estados Generales: la nación misma debe resolver el difícil problema de cómo convertir de nuevo a Francia en un Estado fuerte.

Pero Necker, en lugar de sostener con mano dura las riendas del poder que se le ha confiado, deja que las cosas sigan su curso. 

La fuerza de la policía se debilita, la gente de los suburbios parisienses, capitaneada por agitadores profesionales, toma cada vez más conciencia de su fuerza y empieza a desempeñar el papel que tan bien había de cumplir durante los años de la gran revuelta, para obtener por los hechos todo aquello que no ha podido lograr por medios legítimos. Aunque antes se han dado intentos por derribar los privilegios feudales mediante revueltas campesinas, los logros son aún insuficientes. 

Los campesinos necesitan ayuda y dirección, cosa que encuentran en la creciente clase media. Porque es esta, la burguesía, la que trae la Revolución Francesa y la que más gana con ella. Su posición es la misma que la de un polluelo vivo dentro de un cascarón: lo rompe o muere. 

Para la naciente burguesía, las regulaciones sobre el comercio y la industria, la concesión de monopolios y privilegios a grupos pequeños, el bloqueo del progreso por parte de ciertos gremios obsoletos, la carga impositiva la existencia de viejas leyes y la aprobación de nuevas en las cuales tiene poco que decir, el número creciente de funcionarios que intervienen en todo y el volumen cada vez mayor de la deuda del gobierno, es precisamente el cascarón que tiene que romper.

La burguesía son los escritores, los médicos, los maestros, los abogados, los jueces, los empleados civiles, la clase educada; los comerciantes, los fabricantes los banqueros, la clase adinerada. Por encima de todo quieren y necesitan echar por la borda las reglas del derecho feudal pues la realidad material de entonces no encaja dentro de las viejas normas e instituciones. 

Se quieren quitar de encima la camisa de fuerza feudal para ponerse un más cómodo saco capitalista. Todo esto encuentra expresión en el campo económico en los escritos de los llamados fisiócratas y los de Adam Smith, y en el campo social en Voltaire, Diderot y los enciclopedistas. El laissez-faire en el comercio y en la industria tiene su contraparte en el dominio de la razón sobre la religión. La burguesía tiene talento y cultura. Y dinero. Pero carece de la posición legal en una sociedad que no le abre campo. Sin embargo, le llega una oportunidad y la aprovecha.

La oportunidad se presenta porque el caos que vive Francia le impide encontrar una salida dentro de las viejas instituciones. Es lo que admite el conde Calonne, miembro de la nobleza, cuando afirma que Francia "es un reino muy imperfecto, muy lleno de abusos, y en su presente condición, imposible de gobernar. Si a esto se suma el descontento de las masas y el empuje de una clase en ascenso y ansiosa de poder, se tienen los ingredientes suficientes y necesarios para una revolución". Es la que llega en 1789 y se conoce como la Revolución Francesa.

Una declaración simple y tajante de sus propósitos está condensada en un panfleto popular escrito por uno de sus líderes el abate de Sieyes titulado "¿Qué es el Tercer Estado?" "Debemos hacernos nosotros mismos estas tres preguntas:

Primera: ¿qué es el Tercer Estado? Todo.
Segunda: ¿qué ha sido hasta ahora en nuestro sistema político? Nada.
Tercera: ¿qué es lo que pide? Ser algo".


EL GOLPE
Los Estados Generales se reúnen, por fin, el 5 de mayo de 1789. El clero y la nobleza han hecho saber que no renunciarán a privilegio alguno. Por primera vez desde 1614 un rey de Francia va a hablar pública y solemnemente a la nación. El evento alimenta la esperanza del pueblo. Se reúnen después de cinco meses de preparación y llegan con los llamados cahiers, especie de memoriales de agravios, en los cuales cada francés tiene la oportunidad de expresarse.

La esperanza se traduce poco a poco en exigencias. El Tercer Estado considera que la situación es injusta e inequitativa. Todos los ojos se centran en Luis XVI. Son 1.200 diputados que se congregan en una inmensa bodega acondicionada para la ocasión: Menus Plaisirs. Se inicia la sesión y el Rey toma la palabra, pero no da la menor muestra de querer abandonar sus poderes soberanos: "Hay un excesiva deseo de innovación", afirma, y el Tercer Estado, incómodo, se mueve al fondo del salón. Habla luego el Canciller, pero los diputados quieren oir a Necker, pues esperan que él revele las verdaderas intenciones del monarca. 

El ministro de Hacienda, sin embargo, habla durante tres interminables horas y solamente sobre asuntos financieros. De reformas, de Constitución, de votación personal ni una sílaba. A las cinco de la tarde el Rey se levanta y se da por terminada la sesión.

El Tercer Estado siente que lo han dejado con los crespos hechos y por eso crea una Asamblea el 11 de junio, independiente del Rey, que decide rechazarlos poderes legislativos de los otros órdenes y dejarle al Rey el poder de veto.

Los diputados se sorprenden cuando el 20 de junio llegan a Menus Plaisirs y encuentran sus estrados bloqueados. Deciden, entonces, buscar otro lugar de reunión, para evitar caer en la trampa de la dilación de sus demandas. Se sugieren unas canchas de juego conocidas como Jeu de Paume.

Allí se reúnen y juran no separarse, y reunirse cada vez que las circunstancias lo requieran, hasta que se establezca una Constitución. Se jura y se sella la unidad de la Asamblea. Llevados por el entusiasmo, muchos gritan: "Larga vida al Rey!".

La Reina decide que hay que hacer algo y promueve una contrarrevolución. Se hace dimitir de improviso a Necker y se concentran tropas leales en París. Cuando el pueblo conoce las medidas, asalta la fortaleza de la prisión de La Bastilla y el 14 de julio destruye aquel familiar pero aborrecido símbolo de la autocracia. 

Una fortaleza que ha sido durante mucho tiempo cárcel para sentenciados por delitos políticos y que desde hace poco sirve de prisión para ladrones y malhechores. Muchos nobles comprenden la señal de alarma y se refugian en las provincias.

Al enterarse de la toma, el Rey suspende un plan de caza que tiene previsto y da órdenes para reprimir la rebelión. Sin embargo, no alcanza a medir la trascendencia de lo que está sucediendo. El duque de La Rochefoucauld tiene otra perspectiva. Le dice al Rey que la situación es grave y que tiene que ponerse al frente con decisión. "Es una rebelión", dice Luis XVI. "No, sire, es una revolución", replica el marqués.

Gritos de "Larga vida a la nación y a los diputados!" se escuchan en boca de los delegados de la Asamblea, cuando La Fayette y Bailly, sus líderes, acuden el 15 de julio al lugar donde los electores han establecido lo que se conoce como la Comuna de París. Esos dos hombres constituyen dos poderosos símbolos: Bailly representa el histórico juramento del Jeu de Paume, La Fayette es el héroe de la revolución norteamericana y el comandante de la milicia que ha establecido la burguesía, la Guardia Nacional

La Asamblea Nacional comprende su tarea y motivada por el clamor popular elimina todos los privilegios. A este acto lo sigue, el 27 de agosto, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el famoso preámbulo de la primera Constitución Francesa.

EL PODER EN PARIS
Hasta aquí todo parece marchar normalmente, pero la corte no se da cuenta de la lección recibida. Circulan rumores sobre un complot del Rey para intervenir restrictivamente en las reformas. Como consecuencia, el 5 de octubre se promueve otra revuelta en París. 

El alboroto, acaudillado básicamente por mujeres, llega a Versalles adonde se desplaza el populacho que quiere ver de vuelta al Rey en París. La marcha de miles de parisinos pone punto final a siglo y medio de presencia real en la ciudad del Rey Sol. Una revuelta del siglo XVII, durante los violentos hechos de la Fronda, forzaron al rey Luis XVI a establecerse en las afueras de París.

Ahora, otra revuelta devuelve al monarca a París. El pueblo quiere tenerlo donde pueda vigilarlo e intervenir su correspondencia solicitando ayuda con Viena, Madrid y otras cortes europeas.

Entretanto, Mirabeau, un noble que se ha convertido en caudillo del Tercer Estado, intenta poner orden en aquel caos. Pero muere el 2 de abril de 1791, antes de poner a salvo al Rey, que ha empezado a temer en serio por su persona. No existe confianza alguna entre la Asamblea y el Rey y sus ministros.

Francia está profundamente dividida. Inclusive la misma Asamblea no es unánime, pues mientras algunos consideran que se debe establecer una monarquía constitucional, otros piensan que hay que constituír una república. Hay en el aire sentimientos contrarrevolucionarios y se presentan alzamientos en algunas ciudades. Entonces, el 21 de junio de 1791, el Rey intenta escapar, amparado por la oscuridad de la noche. Es detenido en Varennes. Su regreso a París anticipa nueva tormentas.

Mientras la mayoría de la Asamblea preocupada porque las cosas se salgan de madre, inventa la teoría de que fue un intento de secuestrar al Rey, los más radiles, encabezados por el llamado Club de los Cordeliers, demandan la eliminación del poder real. El conflicto hace explosión el 17 de julio, cuando la Guardia Nacional, conducida por el general La Fayette, dispara a la multitud que acude a firmar una petición republicana. Dos meses después, y como si no hubiera pasado nada, el Rey jura respetar la Constitución el 14 de septiembre de 1791, pocos días antes de disolverse la Asamblea Nacional que da paso a la Asamblea Legislativa, compuesta por nuevos miembros.

Pero las cosas no andan bien. El intento del Rey de huír demuestra que la monarquía constitucional se ha parado con el pie equivocado. Por otra parte, las expectativas que nacieron en 1789 no se han convertido en realidad. Los ciudadanos excluídos del voto se sienten insatisfechos, mientras las ideas democráticas se extienden por los clubes, las "sociedades populares" y aún en la Asamblea, donde Robespierre demanda el sufragio universal. La pregunta es si la nueva Asamblea Legislativa va a poner su corazón en mantener una Constitución que aún conserva principios pasados de moda.

 

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