PRIOR GENERAL
Prior General, del latín prior, es decir, “el primero”, es un puesto de autoridad de gobierno, observado en el caso de las órdenes militares es el superior dentro de una comunidad «Prior quasi primus inter alios» (en español, «Prior como el primero entre otros»). Compañía de Jesús (S. J.; en latín: Societas Iesu), Su jefe es el General de un Ejército, no el mero abad de un monasterio. Liderazgo Jesuita Padre Javier Aizpún SJ
Diplomado en Defensa Nacional, capacitado para conformar equipos de trabajo, abocados al análisis y resolución de problemas técnicos (obtención de datos, asesoramiento sobre áreas específicas, determinación de dimensiones a ser evaluadas, entre otros), aplicando los conocimientos y la práctica adquiridos en temas afines con el área de la Defensa y Seguridad
DIRECTOR NACIONAL DE GENDARMERÍA PhD
(Pedro
Favaron Peyón)
Todo lo
que yo amo del Perú, alguien lo desprecia. Amo a Lima (con la que me he
reconciliado), de la que tanto se queja la herencia indigenista: amo el mar
infinito y los cerros de Chosica, las lomas de Pachacamac y las huacas, los
silencios de la guitarra de don Óscar Avilés y el guapeo afroperuano, el
chilcano del Juanito y las casonas y jacarandás de Barranco, la devoción al
Señor de los Milagros y a San Martín de Porras, a la quimba del club Alianza
Lima (con todos sus defectos), a los parques de Miraflores frente al océano y
la agitación vibrante de los mercados. Lo que no amo es el desprecio, la
indiferencia, la viveza, el humor de escarnio, la frivolidad y la risita
superflua.
De la costa, a la que tanto se ha agraviado, llamándola pusilánime,
amo la campiña de Moche y el valle de Chincha, las olas de Chicama y las
antiguas casas de San Pedro de Lloq, el sol de Ica y la vendimia, los
alambiques y el desierto que rodea Samaca, el silencio y la contemplación. Lo
que no amo es la basura desperdigada en la vera de los ríos, los bocinazos de
las combis, el pie clavado en el acelerador.
De la sierra amo los cerros verdes
de Cajamarca y Chachapoyas, una chichería de Urubamba y el dulzor de la coca,
las iglesias barrocas de Ayacucho y las mazamorras, el sillar del centro de
Arequipa y el centro cultural de la Universidad San Agustín, la sobriedad y el
castellano andino, impregnado de influjo runasimi.
Pero me deja medio
estupefacto cuando ciertos amigos siguen echándole toda la culpa de sus males a
Lima y parecen querer rosearlo todo con gasolina; sin escamotear el
centralismo, no puede negarse la corrupción e incompetencia de sus propias
autoridades (lo dijo Mariátegui), el egoísmo y el individualismo machista (al
igual que todo el país), y las divisiones sociales al interior de sus
comunidades. En esos sentidos, no son tan diferentes a los demás ciudadanos de
esta patria desconcertada.
Creo que conviene empezar a purgarse a uno mismo de
resentimiento, falacias y autocomplacencia.
De la selva amo, más que a mí mismo,
los ojos orientales de mi esposa, todo lo que brota de su vientre y de sus
manos, mi chacra en la comunidad de Santa Clara, el caño del Mapo Tae y los
amplios meandros, los saberes ancestrales que heredaron los abuelos y los
poemas alargados de la medicina amerindia.
Lo que no amo es la música a todo
volumen, la falsía de ciertos dirigentes, la estrechez de la mirada. Cuando leo
a un compañero decir que hoy estamos en guerra los españoles contra los
indígenas, me provoca decirle, “tranquilo loco, ya pasaron quinientos años,
deja de fumar tanto”, pero me recato: entiendo que se le metió el escarabajo
por no saber nada de historia y porque es fácil publicar cualquier sandez en
las redes sociales.
Del Perú, como de Argentina (mi otro país), amo el variado territorio,
la heterogeneidad cultural, las amistades y a mis parientes. Lo que no amo es
la mentira populista, el enfrentamiento permanente, los vende patrias y los
pirómanos, el Estado y la ranciedad política.
Como la mayoría, solo quiero
vivir en paz, prosperar y que el gobierno se meta lo menos posible en mi vida.
El camino, para mí, es amplio y claro: o aprendemos a respetarnos y a
complementarnos, a aceptarnos en nuestra profunda heterogeneidad y un mínimo de
acato por la sana convivencia y la más básica legalidad, con tranquilidad en el
pálpito y amor al respirar, estimando la paz y la vida por sobre cualquier
reclamo, o nada hay que podamos esperar para el presente y el futuro.
La
solución no pasa, según mi entender, de forma primordial por la transformación
legal; la disglosia en nuestro país entre la ley y la práctica, ya nos debería
tener sobre avisados: esa senda es media estéril y engañosa.
El camino, me
parece, es de purificación interior, cambio de consciencia, solidaridad y
animación espiritual.
Ninguno de nosotros es un sabio iluminado que tenga todas
las recetas para resolver los problemas; a lo más, podemos brindar, con
humildad y medida, una que otra sugerencia, contagiando a otros nuestro amor
por la tierra, por las flores, por las montañas, por el ser humano y su
diversidad. Ahora, una cosa es clara: si quieren jugar con fuego, pronto se van
a quemar.
Esto no lo inventé yo, ni lo deseo, sino que me lo enseñó el amado
vagabundo Lao Tsé; y también esa canción que dice: “no juegues con el diablo /
el diablo come candela”. ¡Que el Espíritu de Dios bendiga y proteja sus
hogares, que les done buenos pensamientos y palabras de concordia, que otorgue
tranquilidad a sus almas y nos regale un mañana próspero para todos los seres
vivos! ¡Dios mío: hazme un instrumento de tu paz! Amén.
San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.