Rodrigo Zarazaga conjuga
una sólida formación académica con un intenso trabajo de campo en la geografía
de la pobreza. Esa combinación le permite analizar la realidad social del
conurbano con parámetros técnicos y a la vez con una sensibilidad forjada en la
experiencia cotidiana. Elude las definiciones drásticas, trata de explorar todo
el tiempo los matices, y también filtra una mirada evidentemente política.
Asegura que “no podemos renunciar a la esperanza” y confía en que la dirigencia
comprenda la necesidad del diálogo. Mira el futuro con optimismo y dice que es
indispensable, para fijar un rumbo, “la osadía de la conducción política”.
Sacerdote jesuita, fundador y
presidente de una Escuela de Liderazgo Político en la que cursan jóvenes sub 35
de todo el arco ideológico y partidario, Zarazaga es licenciado en Teología y
en Filosofía, doctor en Ciencias Políticas, docente e investigador. En esta
entrevista aporta una mirada sobre las debilidades y las fortalezas de un país
que “todavía puede revertir su deterioro”.
–La Argentina convive con casi la
mitad de su población en situación de pobreza. Lo tenemos incorporado como un
dato estadístico. Pero ¿qué significa esa tragedia en términos culturales y
espirituales? ¿Qué significa en perspectiva de futuro y cómo impacta en todo el
entramado social?
–Cuando se pasa determinado
umbral de pobreza, esa situación configura toda la realidad. Configura la
política, la religión, el debate público; configura hasta las charlas de la
vida cotidiana. Hay una autora española, Adela Cortina, que habla de la
aporofobia, el odio y el rechazo al pobre. Pero yo no creo que nosotros
tengamos ese problema; de hecho, no lo vi. Al comienzo de la pandemia iniciamos
una colecta, Seamos Uno, y el apoyo vino de las clases medias y altas. Me
parece que no podemos hablar de un sentimiento único y hegemónico frente a esa
realidad; es variopinta la reacción. Entre esas reacciones aparece el rechazo,
que se ve en la grieta. Muchas veces uno observa ese rechazo en el que está más
cerca (de la pobreza), que reacciona de manera casi instintiva para
diferenciarse; tal vez esté determinado por el temor de caer. A veces dentro de
una villa se dan las discriminaciones más grandes. Yo he escuchado frases
terriblemente discriminatorias en las zonas donde la pobreza está más cerca,
donde se genera la tensión de esta sociedad fragmentada y polarizada.
Uno de los problemas que tenemos
es la pérdida del espacio común. Yo me crié jugando al fútbol en una plaza con
chicos de distintos estamentos sociales. Eso ha desaparecido: hoy los chicos de
la villa juegan en la villa y los del country en el country. Yo a veces digo
que vivimos en una suerte de big bang social: el crecimiento de la pobreza, por
un lado, y la concentración de la riqueza en determinados núcleos urbanos, por
el otro, generan dos mundos que se van desconectando. Eso hace que, como
sociedad, cada vez sea más difícil el proyecto común.
Si algo caracterizaba a la
Argentina era un policlasismo en el que la sociedad se integraba naturalmente.
La escuela pública fue la gran articuladora social, y hoy ya no parece jugar
esa función…
–Yo esa integración la veo
amenazada. Por la fragmentación, pero también por el deterioro de la estructura
pública. De hecho, creo que el peronismo era originalmente policlasista y
apuntaba a eso. Hoy veo que le cuesta más, precisamente porque la sociedad se
dividió.
"El conurbano, más que
una bomba de tiempo, me parece un gran Aleph nacional: condensa en un pequeño
territorio los más diversos microcosmos de la Argentina"
–¿Es posible reconstruir esos
espacios comunes y esos mecanismos de articulación e integración social?
–Creo que no podemos renunciar a
eso. Y hay un reclamo, que atraviesa las clases sociales, por el mejoramiento y
por la calidad de los servicios públicos. A veces se piensa que el pobre lo
único que quiere es el plan; no, el pobre también quiere que su hijo vaya a una
buena escuela. De hecho, muchas veces hace un esfuerzo enorme para que vaya a
una escuela parroquial que le garantiza más días de clases. El pobre también quiere
seguridad. Entonces, me parece que hay un consenso en que el Estado debe ser
proveedor de servicios públicos de mayor calidad.
–En ese punto parece haber una
contradicción: el discurso del “Estado presente” se contrapone con el deterioro
de la educación, la seguridad y la salud públicas.
–A veces la historia funciona por
contraste. Yo creo que la idea del Estado presente se la puede afirmar frente
al 2001, cuando no había red de contención social y se provocó la fractura que,
veinte años después, seguimos viendo. El 2001 empujó a la gente a la calle; nos
trajo a los cartoneros que todavía seguimos viendo. Frente a eso, el de ahora
es definitivamente un Estado presente; de hecho, hay una inversión social muy
grande. Las pensiones no contributivas, desde la moratoria de 2005, ha sumado
unos cinco millones de jubilados. Hay una transferencia grande con la
Asignación Universal por Hijo. Entonces, existe una red de contención que se da
a través de la transferencia de ingresos, pero resulta mucho más insuficiente
como inversión en la estructura pública. El Estado, de alguna manera, hoy a los
sectores pobres les transfiere ingresos, pero para todo el resto los pone en
espera.
–¿No hay una subestimación de
los sectores pobres cuando se desacredita al mérito como palanca de progreso y
movilidad social?
–A veces me toca hablar con gente
muy privilegiada; yo soy un privilegiado, porque pude ir a un colegio que me
dio muy buena educación y estudié en el extranjero. Soy un privilegiado por el
lugar en el que me tocó nacer… Creer que todo lo que he conseguido es por
mérito propio es erróneo. Hay, si se quiere, una lotería natural que marca
ventajas y desventajas. Creo que está muy bien el mérito, pero a algunos les
tocó nacer en el fondo de una cancha inclinada, y no sé si hay menos mérito en
salir ocho horas a empujar un carro para juntar botellas que se puedan vender
para reciclaje, que en haber heredado una empresa. A veces es curioso, porque
los que han heredado y nacieron en un lugar de privilegio se atribuyen el mérito
a ellos y al resto no. Eso es lo que me parece erróneo. Creo que hay que
rescatar el mérito y el esfuerzo, pero creer que está en un sector de la
sociedad y no en el otro, me parece que es parte de un prejuicio.
Hay una idea equivocada en
relación con el que recibe una ayuda social. Primero, se habla de planes
cuando, en realidad, los grandes gastos sociales, tanto las pensiones no
contributivas como la AUH, son programas bastante universales, sin
discrecionalidad. De hecho, está lleno de amas de casa de Recoleta que se
jubilaron. Y otra cosa son los planes de empleo, de cooperativas, que son
minoritarios en cuanto a la magnitud del gasto. Pero, en general, cualquier
familia de un barrio popular tiene que completar la ayuda que recibe del Estado
con trabajo. Tienen el plan, pero salen a cartonear, hacen changas… Son
estrategias mixtas de supervivencia. Entonces, creer que aquel que recibe un
plan de 12.000 pesos no trabaja, es erróneo.
"Hemos perdido el espacio
común; la plaza ya no integra a los chicos de distintos estamentos sociales;
hoy tenemos una sociedad fragmentada"
–Un lugar común dice que “el
conurbano es una bomba de tiempo” que puede estallar en cualquier momento. En
el terreno, ¿se percibe ese riesgo de estallido social?
–El conurbano, más que una bomba
de tiempo, me parece un Aleph nacional. Me remite a ese cuento de Borges que
describía un lugar reducido en un sótano donde se concentraban todos los
microcosmos. Bueno, el conurbano es una porción muy reducida del territorio
nacional en la que se concentran diversos microcosmos y distintas historias:
gente que llegó a caballo con la primera industrialización, cuyos nietos hoy
cartonean a caballo. Verlo siempre al borde del estallido me parece una
exageración. Veinte años después de 2001 hay una red de contención, dada por
esta inversión social y también porque hay un canal de mediación política a
través de los movimientos sociales. A su vez, tener esta suerte de embudo que
concentra a una población que viene en busca de servicios de mayor calidad es
un problema que requiere una solución demográfica, que por supuesto no es
fácil.
–¿Percibe una preocupación de
la dirigencia por pensar soluciones de largo plazo y estrategias frente al
desafío del conurbano? ¿O nos resignamos a administrar la coyuntura y emparchar
sobre la marcha?
–Me parece que es una cuestión
que requiere la osadía de la conducción, que no es tan fácil. Se ha configurado
un problema de dimensiones abrumadoras. Entonces uno lidia con la emergencia y
hace lo que puede hacer en el momento. Insisto: me parece que requiere, sobre
todo, la osadía de la conducción política.
–¿Cómo juega la Iglesia en la
red de contención que usted describe? Ahora está en discusión el concepto del
pobrismo y se debate en qué medida la Iglesia abona o no esa suerte de
filosofía pobrista.
–Hay varios niveles en ese
debate. Hay un primer nivel que tiene actores políticos que se suben el precio
poniéndose en discusión con el Papa. Me parece lógico; es común en la política…
Y con la grieta, eso también da dividendos porque te garantiza captar un
sector. Casi se podría analizar con la teoría de los juegos: me quedo con este
segmento poniéndole ese apelativo (“pobrista”) a la figura del Papa. Por otro
lado, en el Evangelio está bastante claro el llamado a estar junto al pobre y
al que sufre, no porque sea mejor moralmente sino porque es el más débil, al
que hay acompañar. Ya estaba en el Antiguo Testamento con las figuras del
extranjero, la viuda y el huérfano. Hay una misión, que algunas veces cumplimos
mejor, otras veces peor, pero que viene del Antiguo y del Nuevo Testamento, que
tiene una profunda raíz judeocristiana. Entonces, si lo que nos vale el
apelativo de “pobristas” es estar cumpliendo ese rol, lo acepto de buen grado.
Pero también veo, en un tercer nivel, que a veces desde la Iglesia creemos en
soluciones mágicas que contribuyen a que esta mera estrategia política “prenda”
en otros sectores de la sociedad. Porque si uno no ve los esfuerzos de una
clase media que paga impuestos, no ve los esfuerzos del que invierte en el
país, y se cree que todo es tan fácil como imprimir y transferir ingresos, es
lógico que una estrategia política y electoral prenda en un sector de la
sociedad. Y creo que ahí nos tenemos que hacer cargo.
–¿Cree que hay una autocrítica
pendiente de la Iglesia en ese sentido?
–Sí, definitivamente.
–Muchos sectores de la clase
media no se sienten representados ni interpretados por la dirigencia en
general. Sienten, incluso, que hay cierto desprecio por sus valores fundamentales.
–Curiosamente, a muchos de esos
sectores que no se sienten representados, los hemos formado [en la Iglesia];
han venido a colegios jesuitas, salesianos, de monjas, lasallanos… Y de alguna
manera se sienten abandonados y no valorados en su rol en la sociedad. Ahí es
donde creo que debemos hacer una autocrítica.
"El deterioro es
evidente, pero también tenemos que ver lo positivo que tenemos como país;
todavía hay fortalezas para apalancarnos"
–Un rasgo de la crisis
argentina parece vinculado a una tendencia, ideológica pero también cultural, a
nivelar hacia abajo. Como si en lugar de elevar la vara, la bajáramos cada vez
más. Resulta notorio en la educación, pero también en otros ámbitos. ¿Cómo lo
evalúa usted?
–Creo que tiene que ver con lo
que mencionaba antes del deterioro del espacio común, desde la plaza hasta la
escuela. Aun así, me parece que no es bueno para los argentinos no ver lo que
nuestro país sigue ofreciendo. Cuando uno lo ve con perspectiva regional,
observa, sí, que partimos de un punto mucho más alto del que tenemos hoy. En
cincuenta años, ha habido un deterioro, es innegable. Pero también es cierto
que, en muchos aspectos, la Argentina sigue brindando servicios y bienes
públicos comparativamente mejores que muchos países de la región. De hecho,
seguimos captando gente que no viene acá a sufrir. Viene porque acá tiene
acceso a mejor educación, mejor salud. Y en parte esto configura el problema
del conurbano del que hablábamos antes. Entonces, sería cuidadoso: creo que
todos percibimos el deterioro, pero también tenemos que ver lo que tenemos de
positivo como país, porque si no nos apalancamos sobre eso, y lo hacemos sobre
el basurero, nos vamos a hundir. Y todavía hay puntos sobre los cuales la
sociedad puede apalancarse.
–¿Cuáles serían esas
fortalezas sobre las cuales apalancarnos?
–Todavía sigue habiendo un Estado
que brinda educación en todo el territorio nacional. Esto no es así en todos
los países de Latinoamérica. El acceso a la salud pública, con todo el
deterioro y las limitaciones que vemos, sigue siendo mejor.
–Y en el plano de los valores,
¿cuáles son hoy nuestras mayores fortalezas? ¿La solidaridad es un valor que se
ha debilitado o se mantiene vigoroso en la sociedad argentina?
–No lo sé. Me parece que la
fragmentación y la polarización social quiebran lazos de solidaridad, pero de
hecho la sigo encontrando. Seamos Uno, en medio de la pandemia, fue una de las
mayores colectas de la historia. Entonces, sigue habiendo un espíritu
solidario, a pesar de que muchos vínculos se han roto con la fragmentación.
Pero en el plano de los valores, me parece que para conducir al país hay que
tenerle cierto afecto, cierta empatía, que no significa resignarse a que “somos
esto”. Hay que revertir ese deterioro del que vos hablás, pero no se hace si
uno no engancha histórica y culturalmente con cierto afecto a eso que va a
conducir.
–¿Y usted observa que faltan
ese afecto o esa empatía?
–Creo que históricamente es lo
que ha tenido el peronismo y que hoy debe replantearse cómo lo consigue. Y creo
que es el desafío del arco opositor: cómo engancha en una cultura y una
historia que valora lo propio y que no siempre lo que quiere es convertirlo en
algo que no somos.
–La capacidad de diálogo
parece cada vez más debilitada y eso conspira contra un buen clima de
convivencia. ¿Ve posible reconstruir los puentes de diálogo, y dónde observa
las mayores dificultades para lograrlo?
–Por un lado, me parece que es
posible, porque es un reclamo y una necesidad que está en la sociedad. Creo que
la dificultad está en una grieta que es real. Cuando uno observa, por ejemplo,
la evolución del conurbano, ve que desde 2016 hasta acá (que es el periodo del
que existen mediciones), lo que más ha crecido urbanísticamente son los
countries y las villas. Creo que eso expresa una grieta real. Sobre esa grieta
se montan discursos como el del “pobrismo”. Pero por debajo de la pirotecnia de
la política, me parece que hay un reclamo en la sociedad cada vez más creciente
de que así no va. Entonces veo una oportunidad. Pero creo que el diálogo y el
consenso son tan necesarios como la osadía de poner un rumbo claro; de una
conducción que fije un norte. Detrás de eso se forman los consensos necesarios.
"A una estructura
jerárquica como la de la Iglesia le cuesta mucho adaptarse a la horizontalización
de la sociedad"
–¿La ausencia de ese rumbo no
se conecta con una crisis de liderazgos que excede incluso a los partidos
políticos?
–El problema de los liderazgos
también tiene que ver con la fragmentación social, que a su vez se refleja en
la fragmentación política. También hay, si se quiere, una fragmentación
cultural que dificulta los liderazgos. Hay una diversidad de intereses que se
expresan libremente y hacen más difícil el liderazgo y la conducción. Creo que
esta dificultad atraviesa a los partidos políticos, a la Iglesia, a todos… De
hecho, yo siempre insistía en que había una grieta que dividía la base del
electorado peronista, entre trabajador formal e informal, entre el que cobra y
el que no cobra planes, entre el que vive y no vive en villas. Pero ahora se
nota también una fragmentación horizontal, que es etaria: hay un sector de los
jóvenes que a las instituciones les cuesta mucho interpretar y representar,
porque tienen otros intereses.
Pueden identificarse con causas
muy diversas, como la de género o la del ambientalismo, pero es mucho más
complicado que adhieran a un credo, ya sea de una religión, de una plataforma
política o de un líder. Adhieren a causas, pero no a liderazgos tradicionales.
Esa fragmentación también incorpora un desafío complejo.
–También da la impresión que
han desaparecido los liderazgos naturales que antes funcionaban en la sociedad.
La autoridad del profesor o la maestra, del sacerdote, del entrenador, todas
están desdibujadas.
–La sociedad se ha
horizontalizado completamente. A instituciones jerárquicas, como la Iglesia,
les cuesta mucho adaptarse a eso. Pero creo que también a los partidos les
cuesta mucho. Lo vemos con la figura del profesor. A mí me pasa en clase, donde
los alumnos contrastan lo que uno les dice con lo que leen en Wikipedia y
cuestionan cualquier dato o información. Es una horizontalización que pone en
crisis, por ejemplo, dogmas muy grabados en la Iglesia, como el que dice que la
unidad es superior a las partes. Hoy las partes preguntan ¿por qué? Hay
“verdades absolutas” que crujen. Y creo que la política tiene que adaptarse. Un
partido como el peronismo está muy desafiado por esto y tiene que encontrar la
forma de modernizarse. Y la Iglesia también tiene que encontrar el modo de
adaptarse a esta realidad. De alguna manera, se trata de encontrar el humanismo
de hoy.
–Usted mencionaba el factor
generacional y las nuevas identidades y rasgos de los jóvenes. ¿Cómo evalúa el
creciente interés en esas franjas por irse del país? ¿Observa un rasgo de
pesimismo estructural, de falta de confianza en el futuro de la Argentina?
–Creo, en primer lugar, que es
una salida para pocos. No creo que se pueda juzgar al que busca un horizonte
mejor. Pero también me duele, porque hay una pérdida de capital humano. Creo
que es minoritario, pero hay un sector que, sin ir más lejos, ve mejores
oportunidades en Montevideo que en Buenos Aires; muchos son jóvenes
profesionales. También conozco muchos que han hecho doctorados afuera y
decidieron volver.
–Si hablamos de futuro, ¿cuál
es el impacto, sobre todo en el conurbano, de haber tenido más de un año las
escuelas cerradas?
–Tiene un costo social muy alto.
Tal vez no debiera ser así, pero la escuela es uno de los ambientes de
contención social. El club, la capilla y el colegio, las tres C. Haber cerrado
uno durante un tiempo tan prolongado, es muy costoso en términos sociales.
Dicho esto, no sé qué hubiera hecho yo si me hubiera tocado manejar en ese
momento la pandemia en el conurbano, porque el pánico a que eso no pare debe
ser muy grande. Hay que estar en esa situación. Visto hoy, con el diario del
lunes, tiene un costo social enorme. Y de hecho hay un reclamo muy marcado, que
no solo es de las clases medias, porque el pobre tiene una gran preocupación
porque su hijo aprenda a leer. Hace unos días me decía una madre del Chaco: “Mi
sueño, mientras trabajaba en la cosecha del algodón, era ir en bicicleta a la
escuela. Vine acá para que mis hijos tuvieran escuela, y estuvo un año
cerrada”. He visto familias con un solo celular tratando de hacer la tarea, sin
que los padres tuvieran recursos para ayudar a sus hijos.
–¿Se percibe una pérdida de la
cultura del trabajo en la Argentina?
–Yo creo que hay que distinguir
trabajo de empleo. No es cierto que en los barrios populares la gente no
trabaje. Se sale a empujar un carro, a hacer changas, a vender cosas en un
tren, a hacer ropa en un taller… Lo que me parece que es cada vez más
complicado es la articulación con el empleo formal. Porque ya hay determinadas
habilidades que se han perdido. Veo una pérdida muy grande de capacidades, de
recursos humanos y también de infraestructura, que permitan el acceso al
empleo.
–¿Cómo juega en las zonas más
vulnerables el avance del narcotráfico? ¿El narco ha reemplazado al puntero?
–Yo hago mucho trabajo de campo,
y en este tema trato de ser cuidadoso. El territorio es muy complejo y es
difícil afirmar las cosas tan taxativamente. Evidentemente, todos hemos visto
avanzar al narcotráfico, y cualquiera que esté ahí lo puede ver. Es un problema
especialmente en los jóvenes. Creo que se relaciona también con la falta de expectativas
y con la pérdida de espacios de contención. Pero tampoco sería justo decir que
todo ha sido copado por el narcotráfico y que no hay jóvenes que no hayan caído
en la droga, porque eso también atenta contra las posibilidades de salir.
–Si miramos la Argentina en
perspectiva de futuro, de acá a diez o quince años, ¿hay razones para ser
optimistas?
–Sin lugar a dudas. Creo que
venimos de años de un deterioro innegable, pero creo que se puede revertir;
empezar a girar la curva, ya simbólicamente significa mucho. Y puede ser
exponencial la salida. No creo que tantos años de deterioro sean irreversibles.
Un buen ciclo, seguido de otro, ya te hace parar en un lugar distinto. Hoy
tenemos en cooperativas 1.260.000 beneficiarios. No pretendo que para el año que
viene pase el 50 por ciento a un empleo formal, pero si pasara el 10, ya
tendríamos otra perspectiva. Si consiguiéramos que un mayor porcentaje de los
que terminan el secundario accedieran a un empleo, también empezaríamos a dar
vuelta la curva.
–¿Y cuál debería ser el punto
de inflexión para empezar a revertir el ciclo de deterioro?
–Lo primero que diría es que no
lo sé. Pero sí creo que hay varios factores: tenemos restricciones externas,
tenemos un Estado grande que no produce los servicios que debería, tenemos
innumerables problemas estructurales. Parte del problema es la conducción
política, y ahí creo que hay una esperanza, porque es posible un cambio en ese
punto. Hay momentos en los que uno percibe un reclamo en la sociedad y una
conciencia en los actores políticos sobre la necesidad de producir ese cambio.
Yo veo una actitud distinta en los políticos de las nuevas generaciones, y eso
abre una esperanza.
–¿Aprendimos algo del trauma
de 2001?
–Me parece que ver el abismo
produce una toma de conciencia, y nos da una dimensión de lo importante que es
frenar antes del abismo. Me parece que a todos, pero sobre todo a los actores
políticos, eso nos ha dejado una mayor conciencia y una mayor responsabilidad.
Son pocos hoy los que apuestan a un estallido; quiero creer que en eso hemos
aprendido. Hay algunos sectores minoritarios que dicen “la única manera de
cambiar es que esto explote”. Pero de la última explosión, todavía seguimos
pagando los costos. Entonces esperemos encontrar una manera de conducir las cosas
en la dirección correcta, que no sea pasando por el infierno.
Un teórico con los pies en el
terreno
■ Rodrigo Zarazaga es director del Centro de Investigaciones y Acción
Social (CIAS). Sacerdote jesuita, doctor en Ciencias Políticas de la
Universidad de Berkeley, licenciado en Filosofía y licenciado en
Teología, es además investigador del Conicet y profesor invitado en Georgetown
University.
■ Fundó la Escuela de Liderazgo Político del CIAS, que dirige en la
actualidad. En ella se forman nuevos dirigentes, todos menores de 35
años, representativos de un amplio espectro político e ideológico.
■ Es autor del libro La pobreza de un país rico y
compilador, con Lucas Ronconi, de Conurbano infinito. Actores
políticos y sociales, entre la presencia estatal y la ilegalidad.
■ Obtuvo el Premio Konex 2018 por su trabajo en el área social.
■ Durante el primer año de pandemia lideró la convocatoria y puesta en
marcha de la colecta Seamos Uno, considerada una de las mayores colectas
solidarias realizadas en la Argentina.
■ Vive en el histórico edificio barroco-francés en el que
funciona el Colegio del Salvador, con un patio de palmeras centenarias en el
corazón de la avenida Callao. Allí vivió Jorge Bergoglio antes de ser arzobispo
de Buenos Aires. Tiene una austera oficina en la que se destaca, enmarcada, una
foto en blanco y negro de Perón y Evita entregando a un chico una bicicleta.
Luciano Román
CENTINELA DEL DESARROLLO NUCLEAR ARGENTINO