En los primeros balbuceos de
experiencia espiritual de Iñigo en Loyola encontramos la Vida de Cristo.
Convaleciente y aburrido durante largas horas de soledad en lo alto de la casa
torre, en parte recuperado de la extrema gravedad que le puso al borde de la
muerte, Iñigo busca entretenimiento y pide libros para entretenerse, libros de
aquellos a los que era muy aficionado, libros «mundanos y falsos que suelen llamar
de caballerías».
No hallándose en la casa —cosa que
todavía nos parece extraña— su cuñada Magdalena de Araoz, le dio para leer el
Vita Christi de Ludolpho de Saxonia y el Flos Sanctorum de Iaccopo de Varazze.
Por ahí empezó todo: lectura y relectura, pensamientos, fantasías, mociones,
deseos, propósitos... al final una determinación frustrada, ir a Jerusalén, que
por circunstancias posteriores, interpretadas como providencia, acabaría
desembocando en la «Jerusalén» de Roma y en la Compañía de Jesús.