martes, 12 de julio de 2016

DIA DEL HISTORIADOR 2016 - DISCURSO DE S.E. EL SEÑOR EMBAJADOR LIC DON LUIS DOMINGO MENDIOLA - COLABORACIÓN DE S.E EL SEÑOR CANSILLER OCSSPSIL DR DON EUGENIO FRANCISCO LIMONGI.







Bandera de la Hispanidad en las Américas, 
adoptada como símbolo de las Américas
por la séptima conferencia internacional Americana 
de Montevideo el 13 de diciembre de 1933


DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SEÑOR EMBAJADOR LICENCIADO DON LUIS DOMINGO MENDIOLA, EN EL ACTO REALIZADO EL 1 DE JULIO EN EL REGIMIENTO DE GRANADEROS A CABALLO "GRAL. SAN MARTIN", CON EL AUSPICIO DEL INSTITUTO NACIONAL NEWBERIANO, Y LA SOCIEDAD ARGENTINA DE HISTORIADORES DE LA CUAL ES CANCILLER.

Agradezco el honor de dirigirles la palabra en este día justo de este año en que celebramos el bicentenario de nuestra Independencia. Agradezco a las instituciones intervinientes que auspician este acto y a la sede de esta gloriosa institución, justamente celebrada por todos los argentinos.

¿Que es un historiador? - ¿Que lo distingue de otros estudiosos, académicos, intelectuales, pensadores? – Hay muchas respuestas a esta pregunta, son incontables las definiciones, ya desde la antigüedad y también en nuestros propios tiempos. No las voy a repasar, sería demasiado largo, pero diré que me gusta pensar, como el poeta, que el historiador es un “orfebre del tiempo”, uno que hace de su tarea una “maestría de vida”, una guía para sus congéneres, un acto de amor, no solo para sus inmediatos, quienes conviven en un mismo momento y lugar con él, sino para todos, incluso para quienes lo precedieron y para quienes seguirán sus huellas en el futuro. 

Aclaro ya mismo: Yo NO soy un historiador. Para serlo, hubiera debido dedicar mi vida a la tarea, haber sentido la vocación, la necesidad, la urgencia de vivir por ella y para ella. No ha sido mi caso. Me considero, mas bien, apenas un “amante” de la historia, uno que la ha leído y continúa leyéndola mucho; uno que la disfruta, la paladea, la tiene cerca de sí todos los días; en fin: uno que la AMA. Creo ser un amante de la historia, aún sin estar “casado” con ella. Reconozco que hay un poco de egoísmo en mi sentimiento. La he necesitado, muchísimo, casi esencialmente, para mi trabajo. Uno que practica la tarea que yo he hecho no puede prescindir de la historia, la necesita plenamente, la debe tocar, sentir, usar, casi respirar permanentemente, cotidianamente. Le resulta imprescindible. Esa convivencia se convierte casi en una esclavitud, en una feliz, gozosa, disfrutada esclavitud. Es una paradoja, pero es una buena paradoja. Quienes “caemos” en este paraíso, diré (en lugar de un infierno, en el sentido dantesco de ambos términos), vivimos necesitándola, extrañándola, si nos falta o no la conocemos; también criticándola y apreciándola. Es una fina “tortura”, casi masoquista, si se me permite esta metáfora extrema. 

El resultado de semejante estado de cosas, de ese tipo de vida y de usos es no menos paradojal. Desarrollamos, al cabo de poco tiempo, no necesitamos muchos años, un sentido de su significado, de sus usos, de su valor, de sus incertidumbres y también de sus certezas, bastante desarrollado. Creo que podemos identificar la Historia, con mayúscula, la real, la bien investigada, juzgada y escrita, de aquella que no lo es tanto, lo es menos, o simplemente no lo es. Algunas páginas nos alcanzan para llegar a esos juicios. 

El problema es - siempre fue - que la historia, para merecer llamarse tal, necesita alcanzar un nivel de investigación, de comprobación, de prueba y error, de revisión, de “filtro”, si se quiere, de reescritura (no pocas veces), de balance y equilibrio y de tantas virtudes intelectuales y morales mas, que suele ser un ejercicio a veces descorazonador, ingrato, sufriente, el practicarla. ¿Es posible eliminar de ella los prejuicios, los condicionamientos personales, sociales, culturales que atan a quienes la hacen; contener o eliminar las ideologías, las “doctrinas”, las pasiones? – 

Claramente, no. O digamos, no del todo. Aún en aquellos casos que han sido ejemplo de maestría, de ética profesional e intelectual depurada, resta algo, aunque sea difícil de percibir y de juzgar, de “inclinación”, de pertenencia, de errores (aunque sean menores e insignificantes).

La HISTORIA, con mayúscula, es una “historia” de nunca acabar, de hacerla, de escribirla, de revisarla. No puede menos que ser revisada y reescrita, vuelta a pensar, a la luz de nuevas realidades, o hasta de antiguas realidades y cuestiones, pero vistas desde nuevos puntos de vista, desconocidos en el pasado. Aún así, con la mejor de las buenas intenciones, con una intachable conducta investigativa y equilibrio en el criterio interpretativo, es posible, de hecho existe un margen de error. En fin: No existen, quiero significar, historias escritas de una vez para siempre, definitivas, inmejorables, finales. Algunos pocos textos clásicos resistieron hasta el presente, por diversos motivos, como los filosóficos, los literarios o los estéticos. La extraordinaria belleza de la escritura cuenta, y cuenta mucho, tanto para los clásicos de la antigüedad como para los clásicos modernos. Pero esa es otra categoría. En un nivel menos pretensioso, más contemporáneo, menos universal, la necesidad de la revisión es flagrante, es imprescindible, es acuciante. 

La historia, la nuestra propia, en nuestro país, juega hoy un rol de peso en la vida cotidiana, en la vida cultural y en la política misma. Basta ver la cantidad de producción disponible y el, al menos aparente, interés que se reflejan en esas publicaciones que el público “consume” (palabra usual, que no me satisface para nada). Como contrapartida, yo creo que extrañamos – por lo menos yo los extraño y sospecho que ustedes también – las grandes plumas, los grandes pensadores, los extraordinarios investigadores y diría “creadores”, de un pasado glorioso que pudimos disfrutar varias generaciones. No quiero hacer nombres, porque son muchos y porque seguramente me olvidaría, injustamente, de algunos. Pero comparto, estoy seguro, los nombres que ustedes están pensando en este momento. 

No digo que hoy no puedan haber “grandes” como aquellos, pero si digo que aquellos trabajaron muchísimo, se esforzaron intelectualmente, “sacrificaron” en el altar de la historia, si cabe la metáfora, sus vidas. No sé – realmente no lo sé, no es una expresión retórica – si eso sucede también hoy. 

Lo que me atrevería a decir que sí sé, es que hoy la carga de esa especie de condena que es el uso ideológico me parece más presente que en el pasado – aunque aquellos autores no eran, por cierto, inocentes. En otras palabras: Quisiera tener ante mi vista textos menos ideológicos, menos “comprometidos”, más equilibrados, con más criterio, y por fin - no menos importante - mas BELLOS, textos que dé gusto leerlos, aunque no esté de acuerdo con ellos. Más bien, Sobre todo, si no estoy de acuerdo. 

 ¿Es posible tal cosa? – Por cierto que lo es. Sé que lo es porque lo compruebo permanentemente en la bibliografía histórica de otras procedencias, tanto en nuestra lengua, el castellano, como en varias otras. Y siempre me pregunto: - ¿Por qué si ellos pueden, lo logran y lo disfrutan, no podríamos también nosotros? - ¿Es que somos menos capaces, menos hábiles, menos “sabios”? – Me contesto – a veces, no siempre - Claro que no. Quizá nuestro problema sea el habernos hecho a la idea – al menos algunos de los que investigan, trabajan y producen - que es obligatorio tener un “compromiso”, una pertenencia, en fin, una ideología. Y bien, NO es así. Por el contrario, cuanto más desligados de tales condicionamientos estemos, mejor historia podremos hacer y mejor servicio daremos a nuestros compatriotas. Y además, la disfrutaremos nosotros mismos mucho más. Lo que no es poco, y está bien. 

Este año es muy particular. Celebramos el bicentenario de nuestra declaración de independencia. Hay publicadas varias obras nuevas en nuestras librerías. Es un momento de reflexión profunda, de revisión necesaria, de examen de conciencia, de balance, como suele ocurrir cuando la cifra de los años es “redonda”. Pero esas tareas no tienen que limitarse a estos años centenarios. Debe ser permanente, constante, reiterada. Si solo lo hiciéramos cada 50 a 100 años, o para cumplir apenas con la efemérides, flaco favor nos haríamos. Así es que, queridos compatriotas, colegas, amigos, no nos durmamos en laureles, ni desesperemos en tiempos difíciles. Aprendamos de nuestro pasado, que nos provee de muchos ejemplos, y cumplamos con nuestros deberes de argentinos: Seamos dignos de nuestra propia HISTORIA.

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