domingo, 30 de octubre de 2022

La Historia de "PACHORRA" Teniente Manuel Escalada y de la Quintana. Soberana Compañía de Loyola.

 


Manuel Escalada y de la Quintana, (Buenos AiresVirreinato del Río de la Plata, junio de 1795 - Buenos AiresArgentina, diciembre de 1871) fue un militar argentino, que combatió en la guerra de independencia de su país, en la guerra del Brasil y en las guerras civiles argentinas.

Hijo de Antonio José de Escalada y Tomasa Francisca de la Quintana y Aois. Hermano de Remedios y de Mariano Escalada, y primo del Arzobispo de Buenos Aires Mariano José de Escalada y Bustillo.

Según el genealogista Narciso Binayán Carmona, era descendiente.del conquistadorexplorador y colonizador español Domingo Martínez de Irala (1509-1556); sus antepasados tenían un remoto origen mestizo guaraní, que compartía con muchos próceres de la época de la Independencia y con grandes personajes paraguayos y argentinos.​

Estudió en el Colegio de San Carlos de Buenos Aires.

Ese 7 de enero de 1817, el Campamento del Plumerillo desbordaba de actividades: 

Faltaba menos de un día y medio para dar comienzo a esa gesta heroica que iba a ser conocida como el Cruce de los Andes, con el fin de liberar a Chile.

Esa efervescencia era visible: sobre el campamento flotaba una especie de niebla, de humo constante, como si se estuviera dentro de una nube. 

Pero eran esas las constantes pruebas que se realizaban con las mechas embadurnadas en pólvora, que en batalla iban a servir para detonar los cañones.

También contra un paredón levantado con adobe, los oficiales practicaban blanco contra una olla, disparando con entusiasmo sus pistolas, tercerolas y carabinas. Más humo, por si hacía falta.

Los calderos (unas ollas de hierro gigantes) fundían plomo para los proyectiles, alimentados por toneladas de leños que ardían día y noche de manera constante. 

En el medio de tanta humareda, Fray Luis Beltrán (el Armero de la Nación) caminaba con pasos largos y rápidos, lanzando al aire tantas órdenes como insultos, a fin de que se apurara el trabajo. El sacerdote quería fabricar "mil kilos de kilos" (sic) sólo para usar en la Batalla de Chacabuco y mandar "a esos maturrangos derecho al infierno". 

Tenía una idea muy particular de la piedad cristiana, como podrán apreciar...

Unos pasos más allá, mientras una pequeña hoguera calentaba una tiznada pava para cebar unos amargos, San Martín se divertía.

Claro que la idea de “diversión” del Gran Jefe era muy particular. En sus ratos libres les pedía a dos de sus granaderos (al azar) que blandieran sables y lo atacaran a matar mientras él se defendía "solo" con lanza de tres metros.

No está dicho en muchos libros, pero la destreza de Don José con esta arma era asombrosa, sus granaderos no lograban siquiera acercarse (aunque lo intentaban!) pero a cambio se iban siempre portando algún rayón sangrante en alguna mejilla (el cual después curtían solo con salmuera, para que así les quedara marcada una leve cicatriz, que así lucirían con orgullo extremo, como la mejor condecoración).

Cabe destacar que si en esta práctica Don José detectaba que sus granaderos lo atacaban con miedo o dilación, se ganaban un día en prisión.

Unos veinte metros más allá, los ciento diez herreros llevados por San Martín, cada uno con su hoguera, forjaban sin descanso los cientos de sables que iban a usarse en Chacabuco. 

Golpe tras golpe tras golpe, moldeaban el metal legendario.

Como fuera: humo, humo y más humo.

Pero todavía unos metros más allá, en el medio de tan febril actividad, otra escena llamaba la atención, más bien por bizarra:

Ajeno a todo y a todos a su alrededor, un granadero dormitaba plácidamente recostado en el suelo sobre una esterilla, mientras una sonrisa cruzaba su rostro...

Llamaba la atención de sus camaradas no tanto por lo profundo y desinteresado de su sueño, sino por los estentóreos ronquidos que emitía, tal como un búfalo en celo (es una manera de decir, tampoco yo nunca escuché a un búfalo en celo).

Era Manuel Escalada. Hermano de Remedios. Cuñado de San Martín.

En realidad, más conocido como "Pachorra" Escalada. 

"Pachorra" siempre parecía despreocupado, nada era TAN importante. Nada podía competir contra una buena siesta.

Joven oficial del Ejército de los Andes y perteneciente a una de las familias más importantes, "Pachorra" era sin embargo muy apreciado por sus compañeros: nunca "chapeaba", era divertido, ocurrente, muy buen mozo (fachero, bah) y te podía tomar un mate tanto con un alto oficial mientras debatía sobre cuestiones estratégicas, como masticar un duro y salado charque con el cocinero al tiempo que reía chismoseando sobre las opulentas bondades de las hermosas mendocinas.

A toda actividad llegaba tarde "Pachorra": al orden del día, al aseo del uniforme, al engrasado de correajes, a las prácticas diarias de sable y tercerolas, a las reuniones de mando, e incluso a las diarias misas. Esto, por supuesto, le caía mal a muchos: que esa insolencia era tolerada por la demás oficialidad solo por la relación familiar que lo unía con San Martin.

Eso sí, para una actividad en especial, era el primero en llegar: luego del toque del "Ángelus" (tipo seis de la tarde, llamada hora "víspera”) asear, cepillar y desgranar los cascos de su caballo (o sea, con un cuchillito extraer de las herraduras las piedras incrustadas), era un especie de placer para el lento Granadero, y lo hacía con ganas.

"Pachorra" sentía una conexión con los caballos, y no lo ocultaba.

Después de todo, la bonachona "Lupe", una vieja y ya gorda yegua chocarrona, había permitido que Manolo la montara, cuando el niño tenía solo dos escasos años.

Los caballos eran su preferencia: los cepillaba, los rascaba, los bañaba, les hablaba...(sí, les hablaba).

Eso, en tipos tan duros como los Granaderos, generaba todo tipo de chanzas, la mayoría de ellas bastante hirientes.

Pese a ser el cuñado de San Martín y un oficial de caballería, con estas cosas hasta el soldado más raso se le animaba con las bromas.

"Pachorra" Escalada, por toda respuesta, sonreía...y seguía con las labores de cepillado de su amigo equino. 

Lentamente.

A veces San Martín pasaba cerca de él, se detenía a cierta distancia a observarlo menos de un minuto: sonreía para sí, y seguía su camino.

Había, sin embargo y como ya dijimos, otros Granaderos a los que la pachorra de nuestro "Pachorra" no les caía tan bien:

Oficiales, todos tipos duros formados en la rigurosidad, el trabajo y el esfuerzo diario, acostumbrados a la frugalidad, la disciplina y el orden, se cruzaban con Pachorra y lo miraban con desagrado, cuando no con un inocultable desprecio liso y llano.

Un oportunista, decían. Un niño "bien" que quiere cubrirse gratuitamente con la gloria del legendario Regimiento, sin ofrecer nada a cambio.

Estos oficiales (los durísimos Pedernera, Cáceres, Ramiro Balbastro, Ceferino Yopahue, Cambó, Anasagasti y hasta el granadero negro Choike Moctezuma), directamente se lo hacían saber:

Para hablarle, le gritaban. Lo enviaban a levantar las bostas de los caballos (labor impensable para un oficial). 

Era el último al que se le servía la tercia de comida (la tercer parte de un jarro de latón) y muchas veces le tocaba (a propósito) el fondo de la olla, raspado y quemado.

Cuando caminaban y Pachorra estaba sobre la línea de pasada, no lo esquivaban, sino que lo pechaban y seguían caminando, como si no existiera.

Cada vez que San Martín, a la distancia, tenía oportunidad de apreciar estos desplantes, los llamaba a su tienda, y los retaba.

Ante este reto, cualquier otro oficial de fuste la hubiera pasado mal, tal la ferocidad de estos siete…

Pero era San Martín, y al Jefe General ni se lo toreaba (significa que no se lo miraba desafiantemente, el último que lo había hecho hacía sólo dos semanas, había terminado en cueros y estaqueado al piso por el mismo San Martín, durante dos noches).

A San Martín no se le animaba ni Lavalle (un Lavalle al que Bolívar le tenía terror)

Pero se preguntaban, a veces en voz alta: "Cómo el Jefe no llama a Pachorra a la orden?"

Y la verdad es que Pachorra era, como ya se habrán dado cuenta a esta altura, un consentido de San Martín.

Toda actitud que en otro Granadero hubiera sido motivo de castigo, prisión o hasta expulsión del cuerpo, a Pachorra se le perdonaba y a veces, como dijimos antes, le causaba incluso indisimulable gracia.

Seguramente, decían, porque era el hermano de su esposa.

Como fuera, Pachorra no hacía mucho por cambiar el parecer de los siete furiosos soldados:

Hasta llegaba tarde y último al reparto diario de ración de comida, incluso iba con su jarro de latón el mismo y raspaba el fondo de la olla para servirse lo que quedaba, nunca más de una tercia. 

Nunca una queja.

Esta indolencia, sin embargo, provocaba más bronca aún.

Pero bueno, el resto de los granaderos (los soldados rasos y mucha de la oficialidad -que no fueran estos siete-, lo apreciaban).

Y muchas veces lo cubrían! Más de una vez le pedían que no levantara bosta, que se quedara tomando mate amargo con la tropa mientras ellos mismos juntaban las deposiciones de los nobles equinos.

Aunque a veces alguno eventualmente se pegaba un broncazo momentáneo con él, todos lo amaban. 

Vaya a saber... Es que no era malo!

Las guardias nocturnas más multitudinarias, eran aquellas en las que Pachorra oficiaba como Jefe: contaba chistes, anécdotas, chismes de la alta sociedad, riendo y abrazándose con sus soldados, siempre dejando sus galones de teniente a un lado.

Se contaba que si en una guardia promedio había asignados unos cuarenta Granaderos, más del doble había durante las guardias de Pachorra.

Llamativamente, también parecía ser amado por los caballos y las mulas.

Los caballos más chúcaros (los de batalla) y las mulas más tercas y desconfiadas, parecían caer bajo el embrujo y los buenos modales de Pachorra.

Estuvo estupendo e imponente en el cruce de los Andes, aunque algunos (de malas lenguas) refieren que era esperable, ya que dicho cruce se hizo lentamente, pisando sobre seguro, y sobre mulas!

Eso sí, pese a las burlas, chanzas e ignominias, comer, comía siempre. 

No se salteaba ningún almuerzo o cena.

Vale decir ni para él, ni para sus cabalgaduras:

En cada descanso se lo veía siempre con "Sauce", su fiel pingo colorado de batalla, al que le llevaba cariñosamente alfalfa y zanahorias, que el equino consumía mientras Pachorra lo cepillaba y acariciaba. “Sauce” amaba el fondo raspado y quemado de las ollas de arroz, por lo que a veces Pachorra ni cenaba, se lo guardaba todo para consentimiento del noble animal.

Tenía por ese caballo un cariño y un orgullo, como no se le veía a otro Granadero.

También, hay que decirlo, a la noche tapaba con mantas y alimentaba con pienso y zanahorias a "la Plateada" su mula bicolor, la que le generaba a Pachorra ser el destinatario de más bromas, algunas hirientes, de parte de la oficialidad...

Allí entonces iba Pachorra, con su andar cansino y su buen humor, pese a los avatares del Cruce. A paso lento (muy lento) pero (eso sí) seguro.

Si hasta parecía que se tomaba tiempo en responder, cuando le preguntaban sobre cualquier cuestión...

El tema es que una vez finalizado el Cruce, llegó el 12 de febrero de 1817, y junto con esa fecha, se vislumbraban ahí nomás (a menos de 2500 metros) a las tropas realistas.

La caballería del Ejército de los Andes, briosa, tenía sed de pelea, los Granaderos (altivos sus morriones), desenvainaron sus sables y los cruzaron por delante de ellos, por encima de las monturas.

Iban a ir "en ristre", o sea en formación de triángulo en punta, a la carrera y apuntando con la lanza de tres metros, directo al pecho del enemigo.

Como en esa primera embestida la lanza se perdía o se quebraba y así casi desprotegidos dentro de una marea realista que se los tragaba, ya tenían entonces preparado el sable cruzado sobre la montura para que, desde esa posición, saliera cortando cabezas.

Dicen los que saben que no hubo caballería en el mundo como los Granaderos, y que verlos atacar era un espectáculo en sí mismo. 

Yo así lo creo.

Y ahí estaba el inefable Pachorra, ya acomodándose con su caballo en las filas de la 1ra División al mando del glorioso General en Jefe, el bravísimo Miguel Estanislao Soler.

Y se puso como escondido, sobre el ala derecha del ataque y bien atrás.

Por supuesto las burlas de sus subordinados, las risas de sus compañeros y el desprecio de sus superiores (en especial de la "Muerte Negra", el temible Choike Moctezuma), estuvieron a la orden del día.

Comenzó la carga de Soler: el atemorizante desplazamiento de la máquina de guerra más compacta, perfecta y valerosa de la época, hacía temblar los pechos de todos los observadores neutros y militares, propios y ajenos.

La carga de la 1ra División, ala derecha, iba a todo galope contra las huestes enemigas. 

Trescientos caballos lanzados a la carrera, pegados sobre la derecha al cerro Los Halcones, estaban haciendo un movimiento envolvente hacia la izquierda para caerles a los españoles directamente sobre el costado y también por detrás.

Pachorra, para sumar a futuro más chanzas sobre su lomo, se recostó con "Sauce", su fiel pingo colorado, sobre el lado externo de la tropa, tomándose (eso sí) su tiempo para girar bien abierto a la izquierda: economizaba caballo y también sus propios movimientos.

O sea, Pachorra a full.

Se dijo que solo treinta veces bajó el brazo sobre el enemigo. 

Lo que no se dijo es que ello equivalió también a treinta realistas ejecutados limpiamente por su sable.

Sin embargo luego de la victoriosa batalla, algunos superiores (entre ellos los durísimos Pedernera, Cáceres, Ramiro Balbastro, Ceferino Yopahue, Cambó, Anasagasti y hasta el granadero negro Choike Moctezuma), prefirieron ver el vaso vacío del subestimado Pachorra.

Y lo amonestaron verbalmente por la lentitud de su ataque que según ellos pudo "haber comprometido las acciones del ala derecha".

Y es justo en ese instante que apareció San Martín. 

Y todos se cuadraron, firmes y estáticos. 

Sabían que el Gran Jefe iba a enviar a alguno de ellos a Buenos Aires, para informar a Pueyrredón sobre la victoria obtenida. Era un privilegio y una condecoración ser el encargado de ese despacho.

Todos derechitos, observando el horizonte con esa mirada de bravura y acero, el Gran Capitán que se acercó a ellos y (mirando por detrás de los morriones de aquella fila de Granaderos de la Nación), dirigió su orden marcial hacia el menos pensado:

Pachorra.

-"Teniente Escalada! Tome en sus manos este parte. Informe cuanto antes a Buenos Aires de lo acontecido este día. Los próximos desafíos de esta epopeya van a depender de una urgente respuesta del Director Supremo. Confío en Usted y en su noble caballo. Quedo a la espera de novedades..."

Los aguerridos Granaderos no lo podían creer! Justo Pachorra??

La realidad es que cuando se dieron vuelta, al teniente Manuel Escalada le estaban viendo la espalda y a "Sauce" sus ancas al galope, porque ya ambos habían acatado la orden y tanto hombre como caballo estaban en acción.

Cuando algo ofuscados le recriminaron tibiamente a San Martín, Don José les respondió: "Necesitaba a alguien valiente....pero que aparte volara".

Un mes había costado el peligrosísimo Cruce de Los Andes.

Nunca se supo el porqué, el cómo, no se supo cuándo o de donde ni de qué manera pero (eso sí) Manuel Escalada jamás detuvo su mítica cabalgata.

Catorce días con sus noches, 1400 kilómetros, 21 caballos, 100 km por día, una tromba con un filo del Infierno que cortó a machete y en forma perpendicular Los Andes, atravesando riscos, hondonadas, peñascos, desprendimientos, cañadones y ríos, sin bajarse a comer o a dormir ni jamás deteniéndose ni de día o de noche, hasta tanto cumplir con la sagrada gesta ordenada.

Plantándose firme, altivo (y con su piernas ensangrentadas por las espinas) ante los ojos atónitos del Director Supremo, Don Juan Martín de Pueyrredón, Manuel Escalada, en increíbles catorce días, llegó exhausto a Buenos Aires.

Pidiendo disculpas por haber perdido una charretera, ahí estaba: el Granadero más veloz del suelo patrio, el jinete más raudo de la historia.

Cuando regresó a sumarse nuevamente al Ejército de los Andes, previo a la Batalla de Maipú, y con casi 15 kilos menos, un asombrado San Martín lo recibió con un abrazo y recomendó de inmediato su ascenso a Coronel.

Cuando iba (cansinamente, cuando no) camino a su merecido descanso, pudo observar a un grupo de hombres que le salieron al paso. 

Eran los durísimos Pedernera, Cáceres, Ramiro Balbastro, Ceferino Yopahue, Cambó, Anasagasti y hasta el granadero negro Choike Moctezuma, que lo recibieron en cuadro, firmes los sables en alto. 

Rodeándolo tres por lado, y con el temible granadero negro al frente con su sable en alto como ofrenda, sin decir palabra lo escoltaron muy serios hasta su tienda.

El teniente Manuel Escalada ya era uno de ellos.

Al final, tampoco hizo falta la recomendación del Jefe Supremo, ya que peleó tan bravamente en Maipú, que los veedores no dudaron y obtuvo sus galones de coronel directamente en el campo de batalla.

San Martín le encomendó nuevamente el parte al Director Supremo.

Esta vez, al salir raudamente del campamento con "Sauce", tuvo que detener su marcha un poco: sesenta aguerridos Granaderos, treinta de cada lado, le brindaron "pasillo de honor", sable en alto, brazo opuesto en “main à hanche” y tres Vivas a la Patria que restallaron en la inmensidad como un trueno.

Cuando llegó otra vez a Buenos Aires, plantadito ante un Pueyrredón sonriente y orgulloso, más de trescientos vecinos de Buenos Aires lo vivaban.

Había nacido el Héroe. 

Ah, me olvidaba! Por si sirve para alguna estadística, esta vez Manuel Escalada batió su propio récord: realizó el cruce en sólo doce días. Y no perdió ninguna de sus charreteras.

Por eso, y cómo dice una placa en letras de bronce por la zona:

"Argentino, si por las montañas de los Andes, de día o de noche, ves pasar temerariamente la sombra de un jinete, no temas y solo APÁRTATE! Es el valeroso fantasma del Centauro de la Patria, camino a cumplir su destino de Gloria"...

Ojala disfruten de este texto tanto como yo.

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