La vulnerabilidad no se identifica con la fragilidad: es la fragilidad acogida, es decir, la capacidad de ser herido. De la fragilidad a la vulnerabilidad hay un camino. De la cama de Loyola surgió un peregrino vulnerable. Tal vez la vulnerabilidad sea solamente otro nombre para la gloria, como rezamos en una plegaria eucarística: Transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo. Tal vez vulnerable sea solo Dios y la vulnerabilidad un arte divino que los santos manejan con soltura y desenvoltura.
De nuestras heridas puede salir lo peor y lo mejor de nosotros: una palabra hiriente y violenta, que no es más que fragilidad ineficazmente arropada de ruido, o una palabra valerosamente vulnerable que, sin herir ni hacer ruido, es la única capaz de conectar con la herida cobijada en lo más hondo de otro ser humano. Allí, en el fondo, se celebra el encuentro.
Una obra de arte que a mi modo de ver refleja esta vulnerabilidad ignaciana y peregrina no se fija directamente en la herida corporal de Pamplona –como la escultura frente a la casa de Loyola–, sino que la lleva más adentro y a la vez más a flor de piel. Se trata del conocido bronce del escultor canadiense William McElcheran (1927-1999), San Ignacio peregrino.
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