Democracia y Estado a la luz del
paradigma del trabajo
Analizando la irrupción de lo nuevo y su verdadero significado, en la esperanza de contar con un proyecto transformador de la realidad, no nos conformamos con planteos que son viejos antes de nacer. El escepticismo o el fatalismo no encarnan actitudes constructivas, porque se reducen al subsistir individual, abandonado los ideales históricos que justifican la vida comunitaria. Estos ideales son los que debemos retomar dando sentido a la existencia colectiva, pendiente aún de desarrollar las cualidades y potencialidades singulares de nuestra plena identidad.
Estamos en una transición que es factible transitar correctamente, si comprendemos que lo “nuevo” no sólo aquello que parece serlo en la proximidad de un cambio de gobierno, sino una fuerza creciente que trasunta capacidad resolutiva y construye la organización imprescindible para un ciclo completo de realizaciones. Representa así un “poder de movimiento” en el cual resulta posible creer sin ingenuidad y participar con la impronta del trabajo, para revalorizar los conceptos tradicionales de Democracia y Estado.
Esta actualización de contenidos y procedimientos debe verificarse en los programas de las distintas fuerzas partidarias, considerando que las necesidades y aspiraciones populares, enmarcadas en la demanda básica de equidad y justicia, no se satisfacen recitando los preceptos constitucionales y la teoría del “contrato social”, pues exigen perentoriamente su implementación práctica y metódica.
Las doctrinas políticas, actualizadas en el “qué” y el “cómo” del hacer cotidiano, no pueden concretarse por el discurso retórico de nadie, ni por la agitación extrema que recusa la comunidad. Ella prefiere las experiencias fecundas orientadas por la persuasión y la humildad como dones gemelos de la buena conducción. Un estilo distante por igual de la indecisión administrativa y del recurso represivo, porque se instala en el centro más originario e inspirador de la “polis”, descripta en un pensamiento clásico siempre vigente.
Si aceptamos que está en juego el ser o no ser de la argentinidad, sepamos que los países no se destruyen, por más fuerte que sea el embate, sino están debilitados en lo interno por la corrupción y la intolerancia. Ni siquiera las intervenciones neocoloniales, ni las ocupaciones de guerra, consiguieron abatir el espíritu de los pueblos con conciencia de su protagonismo. Antes bien, estos desafíos sirvieron de acicate para reafirmarlos en la convicción de su destino, y resurgir con el milagro de su esfuerzo sostenido por sobre los vaivenes políticos.
Salir del retraso sin caer en la reacción
Pese a estas lecciones históricas, otras crisis absurdas, inducidas por la impericia, el divisionismo y la expansión silente de redes sectarias y dolosas, incuban el riesgo de un enfrentamiento autodestructivo. Estas recaídas, que nos caracterizan negativamente en la opinión mundial, no pueden explicarse con consignas “ideológicas” que asumen la misión imposible de dar sentido a algo que no lo tiene, especialmente cuando es menester cumplir la etapa institucional y de desarrollo del país. Nuestra tarea es ésta y se inscribe claramente en el legado de un liderazgo incomparable, al exhortarnos al trabajo productivo y al dominio de la tecnología como núcleo de la liberación.
Por lo tanto, ni los relatos engañosos, ni las promesas vacías, ni la pretensión de desoir las manifestaciones genuinas de protesta y propuesta (que deben ir unidas) disminuirá la energía de las reivindicaciones mayoritarias que no se limitan a la tensión gremial. Ellas expresan motivaciones de política general, no en el sentido malicioso de un afán destituyente, sino en el reclamo de una gran concertación social. Porque concertar es debatir pluralmente los principales ejes de las políticas de Estado, forjando un compromiso institucional de las organizaciones y no una componenda de dirigentes.
La descomposición y vaciamiento de las viejas estructuras y la extinción de los “modelos” esquemáticos, destacan la importancia de recuperar la iniciativa en la participación civil, el desarrollo productivo y el progreso social, que no pueden funcionar sin un Plan de trabajo concreto. Diseño paralelo al armado orgánico y técnico referido a un nuevo ciclo que supere lo coyuntural, para adquirir alcance estratégico, y fortalecer los ámbitos locales y regionales descuidados por un centralismo extemporáneo e inútil.
El soporte activo de esta iniciativa urgente, que no puede posponerse pasivamente al calendario electoral, que sigue su propio curso, abarca una amplia reserva de cuadros políticos, sociales y técnicos, de inserción pública y privada, cuya vocación nacional trasciende la puja irracional de los compartimentos estancos. Porque el mundo contemporáneo del trabajo cruza las viejas fronteras entre obreros y empleados, gremios rurales o urbanos, empresas grandes o pequeñas, personal dependiente o jerárquico; y necesita ampliar su perspectiva de “unidad en la acción”, para neutralizar el arbitrio de las corporaciones y los efectos asimétricos de la globalización.
En consecuencia, hay un enorme esfuerzo a realizar en el frente interno, para restaurar un relacionamiento que se llama convivencia; y que empieza en reconocer la “alteridad”, donde cada uno es parte del otro aunque piense diferente. Una evolución real donde el imperio de la ley es producto y expresión de una comunidad bicentenaria, con normas superiores para garantizar el diálogo y la equidad entre todos los espacios sociales, económicos y políticos constituidos legítimamente.
Plan de trabajo con voluntad
política y voluntad técnica
El plan de trabajo es el marco que contiene y orienta la libertad de acción de quienes quieren hacer, rechazando la rutina desganada del “no se puede”, que sólo presenta la vía muerta del individualismo indiferente y la distracción mediática. Tácticas caducas que ofrecen poca resistencia a la prédica de la militancia, cuando ésta tiene formación y capacidad de organizar. Ella acepta, sin duda, una situación de transición, a condición de clarificar los objetivos que, de menor a mayor, vayan adquiriendo más impulso y peso decisivo. Porque un plan tiene etapas definidas a cumplir en tiempos calculados y a sostener con recursos transparentes.
Planes, programas y acuerdos generados por el arte fundamental de la planificación, como herramienta estratégica de un sistema integrado de conducción. Sistema actualizado y abierto para evitar intentos dinásticos, endosos de votos y feudalismos anacrónicos y así poder constituir la democracia del siglo XXI. En ella sólo son superfluos los “amiguismos” complacientes y los “sabios ignorantes” que hoy obstaculizan el acceso inteligente al porvenir, ya que no se trata de cambiar una hegemonía por otra, mientras carecemos de una política exterior coherente y de una defensa nacional razonable.
En esta perspectiva, el plan confluye con lo mejor de la iniciativa privada y la cooperación social, requiriendo miles de técnicos, profesionales y especialistas imbuídos del espíritu del proyecto nacional, sus objetivos y metas; lo cual abarca una selección de idoneidad para no frustrar posibilidades del crecimiento y desarrollo por los errores de una mala gestión. Luego, la “voluntad política” de la conducción tiene que sumar de modo eficiente la voluntad técnica” y disponer de un equipamiento compatible. En cuanto a lo social, la marcha del Plan convertirá a los trabajadores organizados de factor de presión en factor de poder, modulando el debate, por ejemplo, del Congreso de la República, para dejar de lado el parlamentarismo meramente declamativo y un tiempo legislativo demasiado ocioso.
Democracia de trabajo, Parlamento de trabajo y Plan de trabajo, son tres aspectos de un mismo paradigma al servicio de la comunidad. Porque la mentada desviación “totalitaria” no radica en la función y la dimensión de un Estado eficiente, sino en su instrumentación por parte de un grupo poder. Esta utilización ilegal que degrada la organización jurídica del bien común a simple medio de acumulación económica y política, tiene siempre, con cualquier argumento de derecha o izquierda, la tentación de perpetuarse en un círculo estrecho de complicidad.
Poblar planificadamente y crear trabajo
Dos apotegmas históricos fueron definitorios en la organización del país, más allá de sus diferentes visiones y momentos políticos: “gobernar es poblar” y “gobernar es crear trabajo”. Uno no puede regir sin el otro si se quiere la integración de nuestra vasta y rica dimensión nacional. Sin planificar el desarrollo poblacional, como lo hicimos en el pasado, no hay orden territorial, sino hacinamiento, desarraigo y pobreza. Y sin el incentivo al trabajo, como aquél con el cual logramos pleno empleo, no hay comunidad organizada, porque el trabajo es la fuente de la prosperidad y del vínculo cultural que nos constituye como pueblo.
Poblar exige construir la infraestructura de transporte, comunicaciones, energía y servicios en medio de la cuál florecerán las poblaciones, con un plan maestro de viviendas que significa trabajo creciente, protección del hogar, arraigo vecinal y seguridad preventiva, sacando a los jóvenes del desamparo, las adicciones y la violencia. Un plan de viviendas a gran escala es imprescindible y fácil de ejecutar con una dirección honesta, como lo demostraron, en su nivel respectivo, algunas provincias y varios municipios. Tenemos en nuestro suelo todos los materiales y la mano de obra necesaria; además de la garantía de recuperar el capital por el sistema social de alquiler-venta.
No hay razón alguna para no crear las condiciones generadoras de trabajo digno y en blanco, salvo la explicación por el absurdo de la cautividad electoral de la marginación crónica y los negociados de un asistencialismo que perpetua por generaciones la subcultura de la miseria. Sucede que la persistencia del subdesarrollo, en un país con los recursos del nuestro, no es un problema material sino moral. Esto se advierte al querer gerenciar una empresa rentable y capaz de dar empleo, sufriendo la triple tributación: del impuesto público que se eleva, del impuesto inflacionario que se niega y del impuesto de la corrupción que se oculta. Esta opacidad espanta la inversión; porque el capitalismo prebendario es el único que tiene “seguridad jurídica”, mediante el cohecho consumado en las financieras clandestinas de los personajes venales.
El pragmatismo político no incluye sacrificar la ética pública, ni tampoco caer en la moralina de concentrar en un gobierno los males que padecemos, “juntando” todo en su contra, en vez de “unir” con una propuesta unívoca y superadora. Los argentinos tenemos que reencontrarnos con los valores fundamentales, porque el deber ser y el querer ser se conjugan en el imperativo de una identidad de origen y destino. Con este ánimo hay que preservar y perfeccionar la democracia, para evitar el descontrol del todos contra todos y la justicia por mano propia, ante la ausencia pertinaz del funcionariado.
Por eso, y para no resignar ciudadanía, reafirmemos los principios de la gran política, no la politiquería, como lógica profunda del comportamiento social, para que no resulte incomprensible y así aumente la conflictividad y la violencia. En la Democracia de trabajo, las reivindicaciones no se obtienen graciosamente como dádivas, se conquistan con una lucha firme y pacífica. En este ejercicio de convivencia y respeto mutuo, es preciso completar moralmente cada derecho con un deber y una obligación. Y sobre todo, no retroceder de pueblo organizado a grupos sectarios o mafiosos, que terminan diluyendo los lazos solidarios superiores de la comunidad. [10.4.14]
GENERAL SOBERANA COMPAÑÍA DE LOYOLA
FUNDADOR DE LA ORDEN DE CABALLERÍA
San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.
San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.
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